Cuando era chico, la sandía en
Minnesota era una exquisitez. Un compañero de mi padre, Bernie, era un
próspero mayorista de fruta y verduras que tenía un depósito en St.
Paul.
Todos los veranos, cuando llegaban las
primeras sandías, Bernie nos llamaba. Papá y yo íbamos al depósito de
Bernie y tomábamos posiciones. Nos sentábamos en el borde del muelle,
con los pies colgando, y nos inclinábamos, minimizando el volúmen del
jugo que estábamos a punto de derramarnos encima. Bernie traía su
machete, abría nuestra primera sandía, nos alcanzaba a ambos un gran
pedazo y se sentaba junto a nosotros. Entonces enterrábamos la cara en
la sandía, comíamos sólo el corazón -la parte más roja, jugosa, firme,
libre de semillas y perfecta- y tirábamos el resto.
Bernie era lo que mi padre consideraba
un hombre rico. Siempre pensé que se debía a que era un hombre de
negocios de mucho éxito. Años después, me dí cuenta de que aquello que
mi padre admiraba en la riqueza de Bernie era menos la sustancia que
su aplicación. Bernie sabía cuándo dejar de trabajar, reunirse con
amigos y comer sólo el corazón de la sandía.
Lo que aprendí de Bernie es que ser
rico es un estado de ánimo. Algunos de nosotros, al margen de cuánto
dinero tengamos, nunca seremos lo bastante libres como para comer sólo
el corazón de la sandía. Otros son ricos sin tener más que un cheque
de sueldo por delante.
Si uno no se toma el tiempo para dejar
que los pies cuelguen sobre el muelle y disfrutar de los pequeños
placeres, su carrera probablemente será abrumadora.
Durante muchos años, me olvidé de esa
lección que aprendí de chico en el muelle de carga. Estaba demasiado
ocupado haciendo todo el dinero que podía. Bueno, la volví a aprender.
Tengo tiempo para alegrarme con los éxitos de los demás y para
disfrutar del día. Ése es el corazón de la sandía. He aprendido a
arrojar el resto.
¡Por fin soy rico!.
Harvey Mackay