El Vaticano negó la validez de la fórmula empleada en algunas celebraciones del Sacramento del Bautismo administrado con las palabras: “Nosotros, el padre y la madre, el padrino y la madrina, los abuelos, los familiares, los amigos, la comunidad, te bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Afirmó también que el sacerdote “carece de autoridad para disponer a su gusto de la fórmula sacramental”.
En una respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del 24 de junio de 2020, se establece que el Bautismo conferido con esa fórmula no es válido y que las personas para las cuales se ha celebrado el Bautismo con esa fórmula deben ser bautizadas en forma absoluta.
Según se señala en el punto 1240 del Catecismo de la Iglesia Católica, la única fórmula válida en el Sacramento del Bautismo en la Iglesia latina es la que va acompañada de las palabras “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, después de pronunciar el nombre del catecúmeno.
Esa fórmula, como se recoge en el mismo punto del Catecismo, varía ligeramente en las liturgias orientales.
La respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe está acompañada de una nota doctrinal en la que se explica que la modificación de esta fórmula “se ha introducido para subrayar el valor comunitario del Bautismo, para expresar la participación de la familia y de los presentes y para evitar la idea de la concentración de un poder sagrado en el sacerdote, en detrimento de los progenitores y de la comunidad”.
En ese sentido, se recuerda en la nota doctrinal que el Concilio Vaticano II, por medio de la Constitución Sacrosanctum Concilium, declara que “cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza”.
“La Iglesia, en efecto”, continúa la nota doctrinal, “cuando celebra un sacramento, actúa como Cuerpo que opera inseparablemente de su Cabeza, en cuanto es Cristo-Cabeza el que actúa en el Cuerpo eclesial generado por él en el misterio de la Pascua”.
En la Sacrosanctum Concilium se establece también que “nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia”.
Por ello, se afirma en la nota doctrinal, “modificar al propio arbitrio la forma celebrativa de un sacramento no constituye un simple abuso litúrgico, en cuanto transgresión de una norma positiva, sino también un vulnus (una ofensa) infligido tanto a la comunión eclesial como a la posibilidad de reconocer en ella la obra de Cristo, que en los casos más graves hace inválido el sacramento mismo, porque la naturaleza de la acción ministerial exige transmitir con fidelidad lo que se ha recibido”.
Y se insiste en que “en el caso específico del Sacramento del Bautismo, el ministro no solo carece de autoridad para disponer a su gusto de la fórmula sacramental”, “sino que tampoco puede declarar que actúa en nombre de los padres, los padrinos, los familiares o los amigos, y ni siquiera en nombre de la misma asamblea reunida para la celebración, porque el ministro actúa en cuanto signo-presencia de la acción misma de Cristo, que se realiza en el gesto ritual de la Iglesia”.
“Cuando el ministro dice ‘Yo te bautizo…’, no habla como un funcionario que ejerce un papel que se le ha asignado, sino que opera ministerialmente como signo-presencia de Cristo, que actúa en su Cuerpo”.
Se subraya también la completa sintonía entre el Concilio de Trento (celebrado entre 1545 y 1563), y el Concilio Vaticano II “al declarar la absoluta indisponibilidad del septenario sacramental a la discreción de la Iglesia”.
“La doctrina de la institución divina de los sacramentos, solemnemente afirmada por el Concilio de Trento, ve así su natural desarrollo y su auténtica interpretación en la citada afirmación de Sacrosanctum Concilium”, señala.
Por lo tanto, los sacramentos, “en cuanto instituidos por Jesucristo, se le entregan a la Iglesia para que los salvaguarde” y, aunque “como intérprete de la Palabra de Dios” la Iglesia pueda, en cierta medida, “determinar los ritos que expresan la gracia sacramental ofrecida por Cristo, no dispone de los fundamentos mismos de su existencia: la Palabra de Dios y los gestos salvíficos de Cristo”.
“Resulta, por tanto, comprensible que, a lo largo de los siglos, la Iglesia haya custodiado con atención la forma celebrativa de los sacramentos, sobre todo en aquellos elementos que la Escritura refrenda y que permiten reconocer con absoluta evidencia el gesto de Cristo en la acción ritual de la Iglesia”.
Sobre la pretensión de subrayar la importancia de la comunidad mediante la modificación de la fórmula del Bautismo, en la nota se indica que “en la celebración de los sacramentos, en efecto, el sujeto es la Iglesia-Cuerpo de Cristo junto con su Cabeza, que se manifiesta en la concreta asamblea reunida”.
Pero, al mismo tiempo, se recuerda que la asamblea “actúa ministerialmente, no colegialmente, porque ningún grupo puede hacerse a sí mismo Iglesia, sino que se hace Iglesia en virtud de una llamada, que no puede surgir desde dentro de la asamblea misma”.
“El ministro es, por consiguiente, signo-presencia de Aquel que reúne y, al mismo tiempo, lugar de comunión de la asamblea litúrgica con toda la Iglesia. En otras palabras, el ministro es un signo exterior de que el sacramento no está a nuestra disposición, así como de su carácter relativo a la Iglesia universal”.
La nota doctrinal finaliza subrayando que “alterar la fórmula sacramental significa, además, no comprender la naturaleza misma del ministerio eclesial, que es siempre servicio a Dios y a su pueblo, y no ejercicio de un poder que llega hasta la manipulación de lo que ha sido confiado a la Iglesia con un acto que pertenece a la Tradición”.
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