Los niños asesinados
Colombia es un país que parece acostumbrarse a que maten a sus niños. En el 2018, año en el que se emitió el más reciente informe Forensis de Medicina Legal, 710 menores de edad entre cero y 17 años fueron asesinados. En promedio, dos diarios. El rango con más casos es el comprendido entre 15 y 17 años, con 545 casos.
Entre 2018 y 2019, 883 menores de entre 0 y 10 años fueron asesinados en el país, según cifras de Medicina Legal. En los mismos dos años, Cali lideró la cantidad de menores de edad muertos entre los 0 y los 18 años. Allí ocurrió el 14 por ciento de los casos en los dos años.
En el 2020, hasta el 31 de julio, 294 personas clasificadas como ‘menor’ o ‘adolescente’ fueron asesinadas en Colombia. De esos casos, 34, es decir el 11 por ciento, ocurrieron en Cali. Es la ciudad con mayor cantidad de fallecidos en esos rangos en el país. Le siguen Bogotá, con 20 casos, y Medellín, con 12.
Cada año, la organización Save the Children publica su informe global ‘Los peores lugares para ser niño’ y allí, Colombia siempre ocupa un vergonzoso lugar.
En la más reciente investigación, presentada el pasado 2 de junio, quedó en el puesto 126 entre 180 países evaluados, después de Ecuador, Perú y Cuba, justo antes de El Congo, El Salvador o Venezuela, solo 11 puestos más abajo que Colombia. El informe tiene en cuenta indicadores oficiales sobre violencia extrema, muertes prevenibles como la diarrea, acceso a la educación, trabajo infantil y embarazos tempranos.
La Alianza por la Niñez Colombiana, organización conformada por fundaciones y oenegés nacionales e internacionales que trabajan en beneficio de la infancia, condenó las masacres de Cali y Samaniego, y afirmó que “evidencian la altísima vulnerabilidad e indefensión de la niñez en el país”. “Las medidas adoptadas por el Estado siguen siendo insuficientes para proteger el derecho de niñas, niños y adolescentes a la vida, a la supervivencia y al desarrollo, en particular en el contexto del conflicto armado y del crimen organizado”, afirmó la Alianza.
Lina María Arbeláez es la directora general del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Y es de Cali. La funcionaria condenó la masacre de los adolescentes de su ciudad y explicó que, a diario, a su despacho llegan noticias que hablan sobre las crueldades que deben sufrir muchos niños y niñas colombianos, pero que son muy pocas las que llegan a los medios de comunicación.
“Colombia, como sociedad, tiene que entender que la violencia hacia los niños, niñas y adolescentes es un hueco, una cicatriz que se le hace al país. Cada niño y cada adolescente cuyo proyecto de vida se ve truncado por alguna situación es también un retroceso como Estado y como nación”.
Y no solo condena los crímenes contra los más pequeños. Condena otras formas de violencia como el abuso sexual, el maltrato físico y el psicológico. Y afirma que el 41 por ciento de los niños y adolescentes colombianos han sufrido alguna forma de violencia y que el 72 por ciento de esos casos han ocurrido dentro de sus hogares. “Cuando entendamos que la violencia no es un medio válido para nada, estaremos avanzando como sociedad, como Estado y como familia”, señaló.
Los cinco de Llano Verde
Una mamá que encuentra a su hijo de 14 años asesinado.
Su cuerpo sin vida y tirado en un cañaduzal, al lado de sus cuatro amiguitos también asesinados a tiros y con heridas de armas cortopunzantes. A uno lo degollaron. Una mamá que tendrá que sobrevivir con el alma acuchillada, extrañando a su hijo —a su Jaircito, como ella le sigue diciendo— y preguntándose qué tipo de personas fueron capaces de matar a sangre fría a unos muchachitos.
La mujer se llama Rubi Cortés. Le dicen la ‘Zarca’, por sus vistosos ojos color verde esmeralda. Es viernes 15 de agosto y son las 9 de la mañana. Transcurre la misa campal en la que despiden a #Los5DeLlanoVerde: Jair Andrés Cortés y Álvaro José Caicedo, de 14 años; Juan Manuel Montaño y Leyder Cárdenas, de 15 años, y Jean Paul Perlaza, de 16.
Dos días atrás, el 13 de agosto, muy cerca del lugar donde se llevaba a cabo el velorio colectivo, una granada estalló frente al CAI de la Policía de Llano Verde. El saldo: una persona muerta —un hombre de 36 años— y 15 heridos, entre ellos una niña de un año. La granada iba dirigida contra el CAI, pero se enredó en un árbol y cayó cerca de una vivienda.
Eso lo explicó el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, quien le cedió el micrófono a la ‘Zarca’ en el velorio colectivo. “Voy a hablar en nombre de los cinco niños”, dice y narra cómo ella y otros padres de familia y varios amigos fueron a buscarlos a un cañaduzal cercano al barrio. Un amiguito de ellos les dijo que los había visto entrar a ese lugar. Él iba con ellos, pero se devolvió. Llegaron a buscarlos, gritando sus nombres, hasta que aparecieron dos vigilantes con machetes ensangrentados y con manchas de sangre en la cara, según su testimonio. Se metieron al matorral en dos grupos, a oscuras —eran las 7:30 de la noche, recuerda— hasta que los encontraron muertos.
“¡Los iban a quemar! En la noche los quemaban y al día siguiente los iban a desaparecer. Estos ángeles fueron los que nos llevaron hasta donde los habían matado”, gritó la mujer al pedir justicia.
Los móviles del crimen múltiple son motivo de investigación. Lo que sí se sabe, hace rato, es que matar y quemar gente en los cañaduzales es una práctica cada vez más convencional en la capital del Valle y en los alrededores. Una búsqueda rápida en Google dará cuenta de todos los registros que hablan sobre una modalidad de crimen que busca eliminar cualquier huella.
Como si no fuera suficiente tener que enterrar a sus hijos tan vilmente asesinados, los padres han tenido que salir a aclarar que ellos eran niños buenos y juiciosos, que soñaban ser futbolistas y bailarines de música urbana, que no consumían drogas y no tenían vicios ni malas amistades.
“Hicieron fotomontajes con fotos de niños que no eran ellos y diciendo que eran unos delincuentes. Mucha gente salió a justificar esos asesinatos porque sencillamente, cuando son personas negras, automáticamente no se les da el lugar de nada. Aquí, a la delincuencia se le pone color de piel”. La que habla es Erlendy Cuero Bravo, una vecina de Llano Verde nacida en Buenaventura y que llegó a Cali desterrada por el conflicto armado. Es la presidenta de la Asociación de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes) en Cali y la vicepresidenta a nivel nacional. Una organización creada en 1999 para trabajar en propuestas étnico-raciales de desarrollo para comunidades afrocolombianas que han sido víctimas de la guerra. La ‘Zarca’ y su hijo Jair hacían parte de varias iniciativas comunitarias lideradas por ella.
“A esos pelados no solamente los mataron a tiros sino que por medio de ellos asesinan a muchas otras personas a través del racismo y eso hay que evidenciarlo. Les están quitando las aspiraciones, los sueños y las ganas de vivir a los más pequeños”, dice Erlendy y resalta toda la lucha que ha tenido que dar para poder estudiar y salir adelante siendo una mujer negra y pobre. Para hacerse escuchar y para sobrevivir, pues carga a cuestas varias amenazas.
Los 8 de Samaniego
Un papá que carga el cuerpo de su hijo de 24 años asesinado.
Detrás del ataúd, que va sobre sus hombros y los de otros cinco familiares, aparece una multitud en caravana. A lado y lado, formando una calle de honor, están los habitantes de Samaniego, un pueblo enterrado en las montañas de Nariño. Entre lágrimas que se pierden bajo sus tapabocas, ven pasar el desfile desgarrador de féretros. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Fueron ocho. Todos tenían menos de 25 años y compartían unos tragos el 15 de agosto, cuando los armados llegaron y les descargaron sus fusiles. Ese día, aunque en otros hechos, también mataron a otra joven en el mismo pueblo. Se llamaba Yésica Zúñiga.
El hombre, el papá, se llama Óscar Obando Patiño. No se siente capaz de hablar. Hace dos años su hijo mayor, José Miguel, cayó desde una terraza y falleció. Apenas estaba en el proceso de superar esa muerte cuando le dijeron que Óscar Andrés —el menor, el único hijo que le quedaba— había sido asesinado.
“Fue un accidente”, decían en la familia en medio del duelo por la muerte de José Miguel. Pero esta vez no tienen nada que decir. A su muchacho, su Óscar, lo mataron sin razón. Y ni siquiera se sabe quién lo hizo.
Una de las sobrevivientes accede a hablar, pero pide no ser identificada. Cree que eran las 9:40 p. m. la última vez que vio su reloj esa noche de sábado en Santa Catalina, una vereda a menos de 15 minutos del casco urbano, bordeada por el río Pacual y sembrada de café.
Poco después se escuchó el grito que precedió la tragedia. “Todos al piso”, ordenaron los verdugos, mientras hacían algunos disparos al aire. Ella estaba de espaldas a los hombres y no tuvo tiempo siquiera de voltear a verlos. De fondo, sonaban las canciones bailables que amenizaban la fiesta, en la que habían participado algo más de 40 personas, de las cuales ya se había ido una decena.
Se habla de que eran cuatro hombres encapuchados, quienes, presuntamente, pertenecen a algún grupo armado ilegal, pero no hay certeza sobre cuál. “Hay unas disputas que se están desarrollando en la región, entre el frente Carlos Patiño, que es una disidencia de las Farc, y el Eln. También tenemos la presencia del clan del Golfo en algunos municipios”, explica Diego Restrepo, coordinador de la línea de Conflicto, Paz y Posconflicto de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares). Además, aclara que, aunque se ha dicho que hay una docena de grupos ilegales en Samaniego, su accionar está sobre todo en la costa Pacífica nariñense y en el sur del Cauca.
Las primeras versiones señalaron al Eln como responsable, pero pronto el mismo grupo desmintió que estuviera detrás.
“Algunos de los que estaban a mi lado se echaron al suelo. Otros se metieron a un cuarto, pero también hubo unos que salieron a correr. En ese momento escuché más disparos. Quedé en estado de shock”, cuenta la joven sobreviviente y se disculpa por no recordar nada más. Después de eso, dice, todo es borroso. Es la primera vez que habla sobre esa noche y todavía se queda perpleja.
Otra sobreviviente, que estaba en una habitación cuando llegaron los armados, dice que todo pasó en cuestión de dos o tres minutos. Aseguró la puerta como pudo, se metió debajo de la cama y alcanzó a llamar a un familiar.
Todo era silencio entonces. Si la música aún sonaba, ya nadie la oía. De repente, se escuchó un alarido que sacó a todos del trance que implicaba sentir la muerte –en forma de cuarteto disparando— junto a ellos. “¡Ayuda!”, gritó uno de los muchachos, después de que los armados se fueron en motocicletas. Cuando las sobrevivientes reaccionaron, todos lloraban alrededor de los cuerpos de Óscar Andrés Obando, Laura Michel Melo Riascos, Jhon Sebastián Quintero, Daniel Steven Vargas, Byron Patiño, Rubén Dario Ibarra, Elian Benavides y Brayan Alexis Cuarán, los ocho jóvenes que mataron ese 15 de agosto.
Y si los padres de los niños asesinados en la masacre de Llano Verde, en Cali, tuvieron que salir a limpiar los nombres de sus hijos, en Samaniego no fue la excepción.
A las pocas horas de conocerse el crimen, y sin establecer aún los móviles, las autoridades apuntaron que se podía tratar de un “ajuste de cuentas”. Además, según informó el general Jorge Vargas, director de Seguridad Ciudadana de la Policía, los perpetradores de la masacre “no dispararon indiscriminadamente”, sino que “preguntaban por unas personas y, luego de preguntar por esas personas, se produjeron unos homicidios”.
Las primeras investigaciones también relacionaron el crimen con el de un poderoso narcotraficante asesinado hace dos meses, en junio: alias Cuy. La hipótesis era que uno de los ocho fallecidos estaba relacionado con ‘Cuy’ y su banda.
Esa versión pronto fue contrastada por familiares de las víctimas y sobrevivientes, quienes exigieron respeto por el nombre y la dignidad de los jóvenes que cayeron esa noche. “Yo conocía personalmente a esos muchachos. La mayoría eran universitarios que nunca le hicieron daño a nadie, y en muchas partes están ensuciando sus nombres y diciendo cosas que no son ciertas”, dice una de las sobrevivientes y resalta que los armados no llevaban ninguna lista ni preguntaron por nombres. Les ordenaron a todos tirarse al suelo, pero cuando algunos empezaron a correr, les dispararon.
Para María Paula Martínez, directora de Save the Children Colombia, una oenegé centrada en la promoción y defensa de los derechos de la niñez y que hace intervención social en Nariño, lo que reflejan estos señalamientos, tanto en la tragedia de Cali como en la de Samaniego, es un desconocimiento de que “nadie tiene derecho a estigmatizar a nuestra juventud, a nuestros niños, niñas y adolescentes, que siempre serán víctimas de los hechos violentos en el país. De una sociedad que ha sido incapaz de garantizarles la realización de sus derechos. Estigmatizar equivale a juzgar, y no hay nada más doloroso y dañino que los juzgamientos sin tener las bases”.
El pasado lunes 17 de agosto, cuando el desfile de ataúdes se tomó las calles de Samaniego para despedir a los ocho muchachos asesinados, ese fue uno de los reclamos de la población. Se escucharon gritos clamando por el fin de la violencia, el esclarecimiento de la verdad y, de paso, el respeto por la dignidad de las víctimas. Al frente, en la primera línea, dos habitantes caminaban sosteniendo una bandera blanca, ese símbolo de una paz que todavía no han conocido en la región, a pesar de que el municipio ha sido referente mundial en la lucha por conseguirla.
Aunque la masacre dejó perplejos a los samanieguenses, solo fue un déjà vu de los años en los que el pueblo vivió en medio del fuego cruzado de tres actores armados: el bloque paramilitar Libertadores del Sur, de las Auc; el frente Comuneros del Sur, de la guerrilla del Eln; y el frente 29 de las Farc.
“Esos grupos tenían una pelea espantosa, incluso en el casco urbano. Entre 1998 y 2003 el municipio estaba en una situación peor que la de ahora, lo que nos obligó a formular un proceso de resistencia civil no violenta para exigirles el respeto por la vida”, cuenta Harold Montúfar Andrade, quien era alcalde de Samaniego en esa época y lideró el pacto local de paz, la iniciativa con la que esta población logró que los paramilitares se comprometieron a no asesinar líderes sociales; el Eln, a no hacer retenes; y las Farc, a no hostigar el municipio, entre otras victorias que les permitieron vivir con mayor tranquilidad, pese a su presencia.
Uno de los puntos que los samanieguenses les propusieron a los grupos armados era declarar libre de conflicto el carnaval y el concurso de baile que tienen lugar cada 15 de agosto en el municipio. Pero ahora esa fecha, el 15 de agosto, pasó de ser la conmemoración de una festividad a marcar el luto colectivo del pueblo.
Al día siguiente de la masacre, el presidente de la República, Iván Duque, condenó los hechos y anunció que fueron causa del "narcotráfico, por la presencia de grupos que quieren llenar de actividades ilícitas muchos lugares del territorio”.
Para Diego Restrepo, de la Fundación Paz y Reconciliación, sin embargo, “reducir la explicación de estas violencias al narcotráfico es una visión muy limitada del fenómeno. Hay también una disputa por el control territorial. En esta región no hay presencia estatal, son los grupos ilegales los que regulan y hacen control social, así que las disputas en la región también tienen que ver con una construcción de legitimidad por parte de los armados”.
Y en medio de esas disputas, según explica Miguel García, director del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, “los jóvenes suelen ser las personas más vulnerables a las acciones de los grupos armados, bien sea porque los muchachos tienen contacto con esos grupos, o porque están en zonas territoriales controladas por estos”.
Los registros lo evidencian: entre 2018 y 2019 fueron asesinados quince jóvenes de entre 18 y 28 años en Samaniego, Nariño. Este año, hasta el 31 de julio, ya se han reportado 20 asesinatos en el municipio, según la Policía. La cifra ya iguala a los ocurridos en todo 2018 y supera a los perpetrados en todo el 2019 (15 en total).
Alejandro Obando, primo de Óscar Andrés, se sorprende al escuchar estos datos. Dice que en Samaniego, aunque se habla de un grupo armado y otro, se vive con tranquilidad. O mejor: se vivía, hasta antes de la masacre. “No es algo que sea aislado. Es algo que está pasando, solo que ahorita lo estamos viviendo. La realidad nos tocó en la cara con el asesinato de nuestro familiar”. Y remata con una frase que parece el sentir de la generación de jóvenes de este municipio nariñense: “No sabemos en qué momento pueden entrar por esa puerta. La violencia volvió a llegar a nuestro pueblo”.
PIPOLL