La experiencia de la Cruz permite así ofrecer al que sufre un interlocutor creíble a quien dirigir la palabra, el pensamiento, a quien entregar la angustia y el miedo: a aquellos que se hacen cargo del enfermo, la escena de la Cruz proporciona un elemento adicional para comprender que también cuando parece que no hay nada más que hacer todavía queda mucho por hacer, porque el “estar” es uno de los signos del amor, y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de la vida después de la muerte no es una ilusión o un consuelo sino una certeza que está en el centro del amor, que no se acaba con la muerte.
III. El “corazón que ve” del Samaritano: la vida humana es un don sagrado e inviolable
El hombre, en cualquier condición física o psíquica que se encuentre, mantiene su dignidad originaria de haber sido creado a imagen de Dios. Puede vivir y crecer en el esplendor divino porque está llamado a ser a «imagen y gloria de Dios» (1 Cor 11, 7; 2 Cor 3, 18). Su dignidad está en esta vocación. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos la salvación y destinándonos a la comunión con Él: aquí descansa el fundamento último de la dignidad humana.
Pertenece a la Iglesia el acompañar con misericordia a los más débiles en su camino de dolor, para mantener en ellos la vida teologal y orientarlos a la salvación de Dios. Es la Iglesia del Buen Samaritano, que “considera el servicio a los enfermos como parte integrante de su misión”. Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia en una perspectiva de comunión y solidaridad entre los hombres es una ayuda esencial para superar toda tendencia reduccionista e individualista.
Específicamente, el programa del Buen Samaritano es “un corazón que ve”. Él «enseña que es necesario convertir la mirada del corazón, porque muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. Sin compasión, el que mira no se involucra en lo que observa y pasa de largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede». Este corazón ve dónde hay necesidad de amor y obra en consecuencia. Los ojos perciben en la debilidad una llamada de Dios a obrar, reconociendo en la vida humana el primer bien común de la sociedad.
La vida humana es un bien altísimo y la sociedad está llamada a reconocerlo. La vida es un don sagrado e inviolable y todo hombre, creado por Dios, tiene una vocación transcendente y una relación única con Aquel que da la vida, porque «Dios invisible en su gran amor” ofrece a cada hombre un plan de salvación para que podamos decir: «La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender». Por eso la Iglesia está siempre dispuesta a colaborar con todos los hombres de buena voluntad, con creyentes de otras confesiones o religiones o no creyentes, que respetan la dignidad de la vida humana, también en sus fases extremas del sufrimiento y de la muerte, y rechazan todo acto contrario a ella. Dios Creador ofrece al hombre la vida y su dignidad como un don precioso a custodiar y acrecentar y del cual, finalmente, rendirle cuentas a Él.
COMPARTIDO CON MUCHO AMOR,
MACHI V