Un grito de alarma: ¡Que viene, que viene el lobo! Pero nadie se asusta. El lobo que viene no es el sanguinario de nuestros cuentos y leyendas. El lobo que viene es un lobo bien amaestrado y puesto al día, bien maquillado para salir en la televisión. Trae magníficas noticias. Es el lobo que nos ofrece un buen turrón de Navidad.
Hay que admirar el enorme poder del consumismo. Todo lo transforma y domestica. Todo lo humano y lo divino. Lo humano lo compra, porque tiene un precio. Lo divino lo desvirtúa y lo convierte en producto de mercado. Así, la Navidad, el nacimiento de Dios, se convierte en lluvia de millones y turrones. Los sacramentos, signos de presencia y encuentro con Dios, se reducen a fiesta de familia y exhibición de modelos. Las fiestas patronales terminan siendo floklore y excesos gastronómicos. Los santuarios multiplican los recuerdos y renuevan los objetos religiosos de venta. Y las peregrinaciones se quedan en viajes turísticos. El consumismo no persigue a la religión, no, pero se esfuerza por quitarle el espíritu. Todo lo que toca lo convierte en mercado.
Desde aquí damos la voz de alarma. Atención, que viene el lobo y, a cambio de un gran turrón, se quiere comer nuestra Navidad. Es tanto más temible cuanto más dulce y seductor se presenta. No le hagáis ningún caso. No escuchéis sus ofertas. El lobo ha cambiado de formas; en el fondo sigue siendo tan cruel y voraz como siempre.
Por demás, este lobo es hijo de una madre sin entrañas, la sociedad de consumista, a quien los profetas apocalípticos llamarían “la bestia”. Una bestia que engorda y se enriquece despojando a los pobres. Vigilantes, pues, con el lobo y vigilantes con la bestia lobuna.
Y ahora el pregón: ¡Que viene, que viene el Cordero! Viene y no nos engaña ni se aprovecha de nosotros.; viene a entregarse por nosotros; viene a liberarnos y salvarnos. El Cordero es un dios humanado.
¡Que viene Jesús! Se inaugura un tiempo de gracia. Ya todo puede cambiar. Podemos soñar con un mundo nuevo, regido por la justicia y unido por la solidaridad. Los pobres serán bendecidos y los que sufren serán consolados. Todas las crisis tienen solución.
Pero ¿no seremos un poco ilusos? Todos los años repitiendo la misma historia y las cosas no cambian; al contrario, parece que van de mal a peor. Si él vino alguna vez, ¿en qué se nota? ¿Hace falta recordar los sufrimientos y desesperanzas de la gente?
Es verdad. Estas dolorosas realidades nos ayudan a ser más humildes y solidarios, más compasivos y comprometidos; pero no destruyen nuestra esperanza. La esperanza siempre encuentra la palabra o el grito o la razón o el silencio o la sonrisa o la compasión o el sacrificio o el trabajo o la medicina o el gesto. La esperanza siempre responde, siempre espera.
Y Jesús, el Señor, siempre viene; pero no como una revolución espectacular, sino como una semilla pequeña. El viene como salvador que hace de los salvados salvadores. El viene siempre. Entonces, los que lloran y los pobres serán bienaventurados. Entonces, el reino de Dios se sigue acercando. Entonces, Dios mismo sigue viniendo. Y ahí está nuestra esperanza.
(De mi apreciado hermano Rafael Prieto)