Ojalá el coronavirus fuese familia de los agentes transmisores de la peste del insomnio: así, bastaría sonar una campanita para advertir que se está libre de la enfermedad. Entonces, se avivaría el intercambio comercial de estos artículos, sumado a la producción masiva de tapabocas. En Macondo, les quitaban las campanas a los chivos y se cambiaban por guacamayas. Hoy, la gran industria produciría campanitas a gran escala que harían sonar los recuperados del virus después de una tediosa cuarentena y los que aún no se han contagiado.
¿Por qué el intento de descifrar estos tiempos siniestros a través de los relatos literarios? Precisamente, porque son fuente de esperanza en una época en la que los mensajes mediáticos se articulan alrededor de una sola consigna: cualquiera es un potencial enemigo y no hay escapatoria. No existe un mecanismo para despojarse de ese rótulo, ni siquiera el resultado negativo de un test. La literatura es el reflejo de la condición y expectativas humanas en cualquier momento de la historia, del ser humano auténtico e indivisible y, también, del que fluctúa con las circunstancias.
Desde el inicio de la emergencia sanitaria, me mantuve al margen del torrente de informaciones elaboradas en el seno de las modernas maquinarias de difusión masiva, en convergencia con las disposiciones de los ministerios y seccionales de salud alrededor del mundo. Y no por creer en teorías conspirativas o en la fabricación de amenazas biológicas en laboratorios de Asia, sino por la histeria colectiva generada, más por el boom mediático, que por la novedad patológica. ¿Acaso la verdad estuvo alguna vez en la percepción de la mayoría?
Este 2021 también está siendo trastocado por la pandemia. Aún sigo en una especie de incredulidad; y no por hacer alarde de mi sistema inmune o del resultado negativo del test del coronavirus; antes bien, por los efectos colaterales de las medidas y el discurso restrictivo. Desaprender, en ocasiones, no es fácil. Ya lo dijo Albert Camus: “La peste no está hecha a la medida de los seres humanos”.
La cantidad de prácticas ociosas es alucinante: rociar alcohol en la suela de los zapatos (la OMS afirma que la probabilidad de que el Covid se propague con los zapatos, es muy baja); el desperdicio de agua para “descontaminar” sitios de concurrencia masiva (en mi pueblo, durante los primeros meses de la pandemia, el cuerpo local de bomberos empleó gran cantidad del preciado líquido para la limpieza del frontis del parque principal y algunas zonas comerciales).
Tengo familiares que han hecho un arcoíris con sus colecciones de tapabocas, uno para cada día de la semana; otros, que veían la muerte como una posibilidad cercana, han empleado toda clase de rituales para evitar la parca; he observado a muchas personas utilizar toda clase de artificios en el rostro (algunos caseros y otros, industriales), llegando éstos a emular a los miembros del cuerpo sanitario; no faltan los que, en sitios públicos, con un aire de urbanismo melodramático, exigen los dos metros exactos del distanciamiento. En fin, todo un culto a los escrúpulos.
Esta guerra biológica ha sabido apelar al miedo de las muchedumbres, valiéndose de figuras que lo sustentan; por ejemplo: las personas ‘asintomáticas’. Aunque se habla de este tipo de población, aún no se ha determinado su incidencia en la transmisión del virus. En julio del 2020, hubo una polémica porque la vocera de la Organización Mundial de la Salud, María Van Kerkhove, aseguró que “es muy raro” que las personas asintomáticas que padecen coronavirus puedan contagiar a otros. La información fue rectificada horas después, asegurando que “aún se desconoce mucho sobre el tema”. Antes que nada, esta pandemia ha propagado incertidumbre en demasía.
¿En qué creer cuándo la postura de los organismos internacionales resulta abstracta y difusa? Este contexto ha servido para que muchos individuos sanos se conciban como seres mórbidos y, ni más faltaba, para el aumento de enfermedades psicosomáticas. Por otra parte, el gran sistema de información y comunicación neoliberal, ha echado mano, con gran eficiencia, en esta coyuntura, de por lo menos 3 de los 11 principios de propaganda, formulados por Joseph Goebbels: orquestación (informaciones reducidas a un número pequeño de ideas y repetidas incansablemente); verosimilitud (construir argumentos a partir de fuentes diversas) y unanimidad (convencer a mucha gente de que se piensa como todo el mundo).
No menoscabo la letalidad del virus ni mucho menos las medidas para prevenirlo. El Covid puede infectar a cualquier persona y, sobre todo, a quienes padecen enfermedades como diabetes, asma o cardiopatías. No obstante, según la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer de la OMS (IARC), en 2020, el cáncer fue responsable de cerca de 10 millones de defunciones alrededor del mundo. ¿Por qué esto no causa revuelo? En todo el transcurso de la pandemia, las cifras de muertes por Covid alcanzan un poco más de dos millones. La verdadera lucha no es contra el Covid: es contra todo hábito malsano que derive en la enfermedad. Una premisa que debe resonar en la actualidad, por ejemplo, es la máxima de Hipócrates: “que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea tu alimento”.
Y mientras cunde el pánico y la perplejidad del rebaño, las heridas sociales, la corrupción y la rapiña burocrática alcanzan dimensiones insalvables. La pandemia es un gran lienzo en el que han quedado plasmados, en alto relieve, la pifia, el chanchullo y el pillaje que, con mucha antelación, han puesto en entredicho la institucionalidad en Colombia. De acuerdo con cifras de Indepaz, en el mes de enero de 2021 fueron asesinados 18 líderes sociales y fueron desaparecidos y/o asesinados 6 excombatientes de las FARC.
De otro lado, en abril de 2020, la Procuraduría abrió investigaciones en ocho departamentos por presuntas anomalías en la contratación para atender la emergencia sanitaria: contratos no publicados en el SECOP, sobrecostos en las compras de alimentos, uso de recursos en contratos de publicidad y comunicaciones, irregularidades en la compra de utensilios para el sector salud, entre otros, por mencionar algunos ejemplos.
Aún nos hallamos en situación de emergencia sanitaria, bajo las disposiciones del Estado de Excepción, algo muy parecido a la forma en que fue gobernado el país la mayor parte del siglo XX, a la sombra del artículo 121 de la constitución del 86. El Gobierno ha anunciado la compra de vacunas a costos exorbitantes. Como en Macondo, “ha llegado el día en que la situación de emergencia se tiene por cosa natural y se ha organizado la vida de tal modo que el trabajo ha recobrado su ritmo” (p. 44). ¿Volveremos a preocuparnos por los encuentros presenciales? Y algo más importante aún: ¿podrán, nuestros territorios, alguna vez, sonar la campanita que anuncie la restauración moral de la República y la liberación de sus profundos quebrantos?