Hemos pasado un año hablándonos,
mirándonos con cierta suficiencia, orgullosos sin duda de nuestra prole, viendo lucir sus manos, levantar sus cabezas, escuchar sus preguntas más sencillas y arrojando al olvido aquellas otras que no son verdad aunque sustenten sólidas verdades. Hemos visto en verano caer el sol sobre cuerpos desnudos pero ciegos, muchedumbres cubriendo las arenas. Pero llega el día, el último día que nos fue concedido y entonces viene el mar y la Sibila indaga con las manos partidas. Escucha atentamente y mira muy despacio corazones, cornisas, las más altas vidrieras de cristales. Y le estalla en los ojos un poema que no quiere escribirlo. Un hombre milenario se aposenta; luego pregunta y calla: como mendigo luce pantalones astrosos y en su fardel vacío introduce los viejos documentos, la posesión de tierras, la luz de los jardines y un sombrero de copa. Persiste en su presencia, aquí, junto a nosotros. Y la Sibila dice los nombres del ausente, que se aparta, ya solo mirando sus espejos. La tarde ya cierra sin que fluyan las aguas.
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