Rosaura tuvo un amante que le prohibía lo amase, como si ese sentimiento, el amor, fuese algo tangible que pudiésemos provocar o suprimir a nuestro antojo. Por más que Rosaura se afanaba en cumplir su pedido, más el insensato corazón quedaba prendido del puntilloso amante.
Cada vez que él se marchaba, al quedarse en medio de esa sonora soledad que la aplastaba, intentaba negar sus emociones. Quería convencerse a sí misma, de que aquel querer infructuoso apenas cosquilleaba su piel y que no buceaba en el pozo del alma, con lo difícil que resulta sanar a ésta… Eso la confortaba durante los días en que su amor se ausentaba, pero al volverlo a tener presente, le volvían los sentimientos en cascada, como si el negarlo, hubiese colocado dique a su pasión y ésta, al sentirse de nuevo exhortada, resucitase con montaraz energía.
Rosaura lo recibía con alta sonrisa; con la ternura desabrigada; con vasta cota de afectividad. Él traía en los labios un impaciente beso y, prendida en el vientre, la lumbre del deseo. Y aceptaba tanta sensibilidad como algo que había sin remedio de tolerar para obtener el agua imperiosa que aquietara la furia de su ardor.
Una vez saciado el hambre de mujer en él y el anhelo de amor en ella, ni que decir tiene que Rosaura había olvidado cualquier propósito de frialdad que tuviese en la recámara… Le hablaba con palabras rebosadas en caliente azúcar, cada letra era una caricia que al otro, quizá a estas alturas, ya empalagaban. En esos momentos, que nunca fueron largos, el corazón de ella soñaba ser correspondido. Pero, en cuánto él percibía que Rosaura se excedía en ternezas, cortaba el clímax rápidamente e introducía en la susurrada charla alguna cruel ironía. Ésa era su arma letal y cegaba de golpe cualquier asomo de romanticismo sobre él que ella elucubrara.
En esas estaban cuando, tras despedirse por unas jornadas, él dejó sempiternamente de acudir a la cita con Rosaura, que lo esperó muchas noches. Noches, para ella, huérfanas de estrellas. Insomnes noches de incertidumbre y desazón, en que las lágrimas, silentes y sin venia, bajaban por el cauce de sus mejillas hasta empapar las áridas plumas de la almohada.
Una tarde, durante un paseo por la ciudad, desde lejos se divisaron, mas él volvió sobre sus pasos y huyó como alma perseguida por un Cerbero rabioso. En ese instante a Rosaura se le despertó el amor propio al que nunca fue muy dada. Y el alma, tocada de orgullo, se le rebeló. Entonces, libre de desconsuelo, de un seco envión, arrojó al ídolo del pedestal en el que, inexplicablemente aún, su obtuso corazón, lo tenía izado.
© Trini Reina