Emilia Pardo Bazán
La tentación de sor María
Siguiendo costumbre tradicional del convento, las monjitas de la Santísima Sangre preparan, adornan y ofrecen a la adoración de los fieles, en el altar mayor, a la hora en que se celebra la misa del Gallo, el Misterio del pesebre y gruta de Belén, donde puede admirarse la efigie del Niño Dios, obra maravillosa de un escultor anónimo.
Más que inerte imagen de madera, criatura viva parece el Niño de las monjas. La encantadora desnudez de su torso presenta el modelado blanco y sólido de la carne. Mollas regordetas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos de rosa en carrillos, codos y rodillas, picardía angelical en la expresión de los ojos y en la cándida risa, naturalidad sorprendente en la actitud, que se diría de tender las manos al pecho maternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas, cada vez que le visten y enfajan, cada vez que le reclinan en la paja y el heno aromático de la humilde cuna, exclaman, enternecidas y embelesadas:
-¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñito de veras!
Turnan rigurosamente las monjitas en el oficio y honor de camareras del Jesusín, y aquel año correspondió la suerte a sor María, monja profesa, la más joven y linda de todas. Sor María ha dejado el mundo, no como suelen dejarlo otras religiosas, por contrariados o infelices amores, por sufrimientos, desengaños o escaseces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abriles, con el espíritu tan virgen como el cuerpo y el cuerpo tan hermoso como el porvenir que, sin duda, la esperaba al lado de unos padres amantes y opulentos, y en un mundo donde todo la halagaba y sonreía. Por su serena frente no ha cruzado ni una nube; no ha rozado su sien ni un aliento de hombre, y su corazón no ha palpitado sino para Dios. Su mística vocación fue tan firme, que resistió a la oposición decidida y enérgica de una familia que no se avenía a ver sepultarse en el claustro tanta hermosura y juventud. Pero sor María demostró tal júbilo al tomar el velo, que ya sus mismos padres la envidiaban, creyéndola llegada al puerto de la paz.
Sintió un gozo inexplicable sor María al ser encargada de la gran faena de vestir al Niño para depositarle en el pesebre. Jugar con aquel sagrado muñeco había sido el sueño de la joven monja en los cinco años que de profesa contaba. «¡Cuando me toque a mí el Niño, verán que precioso le pongo!», solía decir a menudo. Era llegado el instante: el Niño le pertenecía por algunas horas, y ya sus manos temblaban de emoción ante la idea de poseer la efigie del Nene celestial.
¡Con qué esmero planchó sor María los pañales por ella misma bordados y calados! ¡Con qué diligencia recogió en el jardín rosas tardías y frescas violetas oscuras, a fin de esparcirlas sobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué respeto tocó la escultura, con qué reverencia la desnudó, con qué avidez miró sus formas inocentes y con qué ímpetu repentino de las entrañas se inclinó para besarla, mordiéndole casi en las mejillas, en los hombros, en el redondo vientrezuelo!
Algunas monjas, de las más ilustradas y benévolas, estuvieron conformes en que nunca había salido tan mono y tan bien adornado el Jesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas y esclavas de la rutina, murmuraron que le faltaban dijes de abalorio y talco y cintas de colores. Y cuando sor María se recogió a su celda y se arrodilló para rezar antes de extenderse en la pobre tarima, donde sin regalo, casi sin abrigo, dormía el sueño de los ángeles, sintióse de repente profundamente triste, y le pareció que delante de ella se abría un abismo negro, muy hondo, y que le entraban ganas vehementes de morir. No penséis mal, ¡oh escépticos!, de sor María. ¡No la creáis una monja liviana!
No era el amor profano y su deleitosa copa lo que el tentador hacía girar ante sus ojos preñados de lágrimas de fuego. Tened por seguro que la pureza de sor María llegaba al extremo de ignorar si renunciando al amor sacrificaba venturas. En el amor sólo sospechaba fealdades, desencantos, humillaciones y groserías indignas de un alma escogida y bien puesta. Lo que en aquel momento hacía sollozar a la monja era el instinto maternal, despertado con fuerza irresistible a la vista y al contacto del monísimo Jesusín...
Y mal de su grado, ofuscada por la insidiosa tentación (sólo el Maldito pudo infundirle tan trasnochados y extemporáneos pensamientos), sor María no estaba a dos dedos de renegar de los votos y de las tocas y de los deberes que al convento la sujetaban. Nunca estrecharía contra su infecundo seno una tierna cabecita de rizada melena; nunca besaría una frente pura y celestial; nunca unos brazos mórbidos ceñirían su garganta. La única criatura que le había sido dado en brazos y a la cual pudo prodigar ternezas era un chiquillo de palo, duro, frío, que ni respondía a las caricias ni balbucía entrecortado el nombre de madre. Y sor María, cada vez más hondamente desesperada, acordábase, en aquella hora fatal, de su propio hogar que había abandonado, y pensaba en el delirio con que su padre amaría a un nietezuelo, y lloraba con llanto más amargo, con lágrimas sangrientas, como lloraría una virgen de Israel condenada a muerte, la esterilidad de su seno y la soledad eterna de su corazón, sentenciado a no probar nunca el más intenso y completo de los cariños femeniles...
Mas he aquí que al hallarse sor María fuera ya de sentido y a punto de rebelarse impíamente contra su destino y de romper su juramento de fidelidad al Divino Esposo, cuentan las crónicas (no sé si protestaréis los que lleváis sobre las pupilas la membrana del topo, la incredulidad) que la celda se iluminó con luz blanca y suave, y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido e inmóvil en su invariable actitud, sino animado, hecho carne, sonriendo, gorjeando, acariciando, salió de una nube ligera y se vino apresuradamente a los brazos de la monja.
«Soy yo, tu Jesusín, el que nació hoy a las doce», parecía balbucir la criatura, halagando blandamente a sor María. Y como ésta pagase con besos los halagos, el chiquillo rompió a llorar tiernamente, y la monja, olvidando sus propias lágrimas y su reciente desconsuelo, comenzó a bailar para entretenerle, a arrullarle, a cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropó en su cama, llegándole al calor de su propio cuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, que henchían activas corrientes de vitalidad y de amor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, hasta que la blanca aurora, que disipa las sombras y ahuyenta las tentaciones, lanzó sus primeras claridades al través de la reja, y la campana llamó al templo a las monjas, que se pasmaron del resplandor extático que brillaba en el hermoso semblante de sor María...
Desde entonces sor María hace prodigios de austeridad, mortificación y penitencia. Sus rodillas están ensangrentadas, sus costados los desuella el cilicio, sus mejillas las empalidece el ayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todos los años, después de la misa del Gallo y el Misterio del pesebre, se repite la visita del Niño a la celda melancólica y solitaria, y por espacio de unas cuantas horas sor María se cree madre.