Días atrás asistí a la confesión pública de una amada hermana que con tristeza y dolor, admitía haber engañado en alguna forma a su esposo. Su alma estaba cargada, quebrantada, profundamente dolida.
Unos días después, cuando por fin puse salir del shock de la noticia, la reflexión y la claridad me permitieron escribir estas palabras de ánimo dedicadas a ella y a muchas personas que como ella, han sufrido el dolor de una caída.
En un mismo sentido, me hizo acordar a cuando mi hija era chiquita. Le habíamos regalado una bicicleta el Día del Niño. Cuando estrenaba su flamante bicicleta, aún con las rueditas de entrenamiento, una irregularidad del terreno hizo que se cayera. Felizmente no se lastimó, pero lloró y se asustó. La alcé en mis brazos y le ofrecí contención hasta que se le pasó el susto y pudo volver a subir de nuevo en su bicicleta. Me hizo recordar también, cuántas veces ha hecho lo mismo Dios conmigo cuando he perdido el equilibrio en esta gran bicicleta que es la vida.
Ante Dios no hay tamaño de pecado. No hay pecados “grandes” ni pecados “chicos”, aunque así nos parezca a los seres humanos. Tal vez mientras más alto es el vuelo, más estrepitosa puede ser la caída. Tal vez mientras más rápido vamos, más fuerte puede ser el choque. Pero siguen siendo valoraciones propias de nuestra naturaleza humana. Tal vez haya consecuencias más graves que otras según la falta cometida, pero el pecado en sí mismo no tiene tamaño. Es pecado y nada más que pecado.
Ahora, me permito ponerte en una mano un pañuelo y en la otra una piedra. ¿Arrojarías la piedra contra quien clama perdón por su caída? ¿O usarías el pañuelo para enjugar sus lágrimas? Y te vuelvo a preguntar: ¿Te arrojarías la piedra contra tú mismo condenándote y autocastigándote, o usarías el pañuelo para secar tus propias lágrimas?
Si para clamar por perdón se necesita un corazón contrito y humillado, aún para dar ese perdón también se necesita un corazón humillado: no es poca cosa vencer el orgullo herido para perdonar cuando la falta cometida por otro nos afecta, nos ofende, nos lastima, nos humilla también a nosotros. Tampoco es fácil perdonarse a sí mismo cuando es la misma naturaleza humana que involucra orgullo herido por la propia falta.
En este punto, si hay un grave problema entre las personas hoy en día, es la capacidad de perdonarse a sí mismas. Si cometiste una falta, o si te viste afectado por la falta de un ser querido, sin importar su gravedad y consecuencias, comienza por perdonarte a ti mismo. Y luego, piensa en esto:
Si hay algo que Dios no puede hacer, es dejar de amarte. Si hay algo que Dios tampoco puede hacer, es despreciar un corazón quebrantado y arrepentido. La Gracia del perdón es bálsamo al espíritu y prácticamente no hay mal que no tenga la capacidad de curar.