La vida es un jardín; lo que siembres en ella, eso te devolverá.
Así que elige semillas buenas, riégalas y con seguridad tendrás las flores más bellas.
Cada acto, cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, es una simiente.
Cada una tiene en sí el poder vital y germinativo.
Procura, entonces, que caiga tu simiente en el surco abierto del corazón de los hombres y vigila su futuro.
Procura además, que sea como el trigo que da pan a los pueblos y no produzca espinas y cizañas que dejen estériles las almas.
Muchas veces sembrarás en el dolor, pero esa siembra, traerá frutos de gozo.
A menudo sembrarás llorando, pero ¿quién sabe si tu simiente no necesita del riego de tus lágrimas para que germine?
No tomes las tormentas como castigos. Piensa que los vientos fuertes harán que tus raíces se hagan más profundas para que tu rosal resista mejor lo que habrá de venir.
Y cuando tus hojas caigan, no te lamentes; serán tu propio abono, reverdecerás y tendrás flores nuevas.
¿Rompió el alba y ha nacido el día?, salúdalo y siembra. ¿Llegó la hora cuando el sol te azota?, abre tu mano y arroja la semilla.
¿Ya te envuelven las sombras porque el sol se oculta?, eleva tu plegaria y siembra.
Si eres niño, siembra, y tus propias manos recogerán el fruto. Si ya eres viejo, las manos de tus hijos recogerán la cosecha.
Cada acto, cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, fructificará según como lo siembres. Ve y arroja el grano, ve abriendo el surco y siembra.
Y cuando llegue el atardecer de tu vida, enfrentarás la muerte con los brazos cargados y una amplia sonrisa, como el sembrador que, dejando la mancera al terminar el día, se acerca cargado y sonriente a la dulce cabaña donde lo espera la amada esposa y la sabrosa cena.
Cada acto, cada palabra, cada sonrisa, cada mirada es una simiente. Procura, siempre: “una siembra de amor”.