¿Estamos listos para la conversión?La llamada a la conversión viene de muy lejos y está muy cerca de nosotros.
Viene de Dios, que desde el pecado primero, el que marcó la historia humana de un modo trágico, no cesa de pedirnos un cambio sincero para romper con el mal y para volver a la vida de gracia, a su Amistad y Amor.
Viene de Dios, con la voz de los Profetas, con las palabras de Juan el Bautista, que invita a vivir honestamente, a dejar la hipocresía, a romper las amarras que nos atan al dinero o a los placeres deshonestos (cf. Lc 3,1-14).
Viene de Dios, desde los labios de Cristo: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Su voz sencilla y fuerte, su palabra convencida y sincera, su vida de servicio humilde y manso, nos ponen ante los ojos el camino que lleva a la vida, a la paz, al amor, a la eternidad.
Esa llamada resuena en nuestro tiempo, está muy cerca de nosotros. Porque cada hombre, cada mujer, vive bajo el influjo del pecado, siente la presión de una carne frágil y engañosa, se deja arrastrar muchas veces por los halagos de un mundo lleno de egoísmos, apegado al dinero, desenfrenado en la búsqueda del placer o del triunfo, sometido bajo el dominio de Satanás.
Para dar el paso hacia la conversión necesitamos dejar un espacio a la escucha, romper con egoísmos miserables, abrir el corazón a la sinceridad que nos permite reconocer, como el rey David, que hemos pecado. Sólo desde la sinceridad más absoluta, desde la apertura del alma que denuncia sus propios males, estaremos listos para el siguiente paso, para el camino que nos permite cambiar de vida.
No es fácil, en un mundo como el nuestro, tener esa sinceridad, esa audacia que nos lleva a decir que hemos pecado. Pero Dios mismo espera, susurra, actúa en las almas. Si le escuchamos, si le dejamos un espacio en la propia vida, si le permitimos iluminar lo oscuro y lo sucio que hay en nuestras almas, podremos también sentir que su Amor y su gracia lo pueden todo.
Sólo hace falta que le dejemos tocar, como Buen Samaritano, nuestras llagas, para que el aceite de la gracia actúe, cure, rescate, salve, a quien hasta ahora vivía en el más profundo y triste mundo del pecado, y que desde ahora podrá amar mucho porque ha sido perdonado mucho... (cf. Lc 7,36-50).
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