Tienes razón: la fe parece un regalo difícil, que pocos reciben, que resultaría inalcanzable para algunos.
Hay quienes creen con naturalidad, como el pez que nada en el agua. Otros viven en un desierto interior: no encuentran (o no reconocen) señales para saber dónde está el agua, para iniciar el camino que les lleve al encuentro con Dios.
Es cierto que duele vivir sin fe. Pero también es cierto que Dios quiere dar la fe a todos, pues de lo contrario no sería ni justo ni bueno.
La quiere dar a mi corazón, a pesar de mis dudas, de mis caídas, de mis fracasos. La quiere dar al tuyo, al de todos, si nos abrimos, si nos dejamos tocar, si quitamos andamios de racionalismo y empezamos a mirar las cosas con ojos nuevos.
Es fácil decirlo, pero el camino a veces se hace largo. Además, hay tantos obstáculos… El primero, quizá el más difícil, es ese egoísmo que exige agarraderas firmes y satisfacciones inmediatas, cuando la fe me pide que deje lo fácil y lo seguro para empezar un camino hacia lo desconocido, como Abraham, como Moisés, como Elías, como María de Nazaret.
La mentalidad moderna, además, nos dice que la fe pertenece a un mundo superado, a corazones débiles, a personalidades inmaduras y manipulables. En realidad, como explicaban los Padres de la Iglesia, quien renuncia a servir a Dios, el Señor, termina encadenado a muchos “señores” (dinero, alcohol, aplausos, poder, sexo, triunfos profesionales, técnicas psicológicas, medicinas y consultorios, dietas y métodos de relajación).
Al final, uno que deseaba ser independiente, maduro, realizado, acaba por vivir atento a la báscula, a la cuenta del banco, a los niveles de colesterol. Como si todo fuese bueno mientras las cosas están en los cauces que esperamos, y como si todo perdiese su sentido cuando inicia el declive o cuando un golpe de la vida (accidente, crisis económica, fracaso familiar) nos hace descubrir que no éramos invulnerables.
No sé si con estas líneas te pueda abrir un horizonte a la esperanza y un camino para la fe. Estoy seguro de que Dios ya está tras tus huellas, como lo está tras las mías, con un respeto y un cariño que no imaginamos. Porque también Dios, en modos que para nosotros son desconocidos, “espera”, sin límites de lugares, de tiempo, de historias personales.
Te dejo así estas ideas, un poco incompletas y pobres. Estoy seguro de que Dios hará el resto. Rezaré por ti. No dejes de pedir por mí, pues todos somos del mismo barro: tarde o temprano nos llegan momentos de oscuridad y de tristeza, y necesitamos ese apoyo sincero del hermano, del amigo, del compañero de viaje.
El resto, y siempre es lo más importante (es todo), lo hará Dios, en quien creo, en quien espero, a quien amo, con mis heridas y mi flaqueza. Ojalá que pronto lo descubras también tú, y podamos, entonces, decir juntos, pausadamente, “Padre nuestro…”. |