El Hermano Lorenzo me dijo en otra plática sostenida con el en 1666 que él siempre había sido gobernado por el amor, sin actitudes egoístas. Y desde que resolvió hacer del amor de Dios el fin de todas sus acciones, había encontrado razones para estar muy satisfecho con su método. También estaba contento cuando podía levantar una pajita del suelo por amora Dios, buscándole sólo a Él, y nada más que a Él, ni siquiera buscando sus favores.
Durante mucho tiempo había estado afligido mentalmente por creer que sería condenado. Ni todos los hombres del mundo podrían haberlo persuadido de lo contrario. Finalmente razonó consigo mismo de esta manera:
Yo no me involucré en la vida religiosa excepto por amor a Dios, y me he esforzado para hacer sólo para Él todo lo que hago. Sea lo que sea de mí, esté perdido o salvado, siempre seguiré obrando puramente por amor a Dios. Por lo menos tendré este bien, que hasta la muerte habré hecho todo lo posible para amarlo.
Durante cuatro años había estado con esta angustia mental; y durante ese tiempo había sufrido mucho. Sin embargo, desde aquel tiempo había vivido en una libertad perfecta y una continua alegría. Puso sus pecados delante de Dios, tal como eran, para decirle que no merecía sus favores, pero que sabía que Dios continuaría otorgándole sus favores abundantemente.
El Hermano Lorenzo dijo que a fin de formar el hábito de conversar con Dios continuamente y de mencionarle todo lo que hacemos, al principio debemos dedicarnos a Él con cierto esfuerzo: pero que después de ocuparnos un poco de eso deberíamos encontrar que su amor nos mueve a hacerlo internamente sin ninguna dificultad.
Él esperaba que después de los días agradables que Dios le había concedido, tendría un tiempo de dolor y sufrimiento. Aunque él no estaba inquieto por esto, sabiendo muy bien que no podía hacer nada por sí mismo, Dios no fallaría en darle la fuerza para soportarlos.
Cuando se le presentaba la ocasión de practicar alguna obra bondadosa, se dirigía a
Dios, diciendo: “Señor, no puedo hacer esto a menos que me capacites”. Y entonces recibía fuerzas más que suficientes.
Cuando había fallado en su deber, solamente confesaba su falta diciéndole a Dios: “Jamás podría obrar de otra manera si me dejaras librado a mis propias fuerzas. Eres tú quien debe impedir mi caída, y arreglar lo que está mal”. Después de la confesión, ya no sentía ninguna inquietud acerca de lo hecho.
El Hermano Lorenzo decía que, con respecto a Dios, debemos obrar con la más grande de las simplicidades, hablando con Él franca y claramente, e implorando su ayuda en todos nuestros asuntos. Dios nunca había fallado en concederle su ayuda, y el Hermano Lorenzo lo había experimentado frecuentemente. Me contó que recientemente había sido enviado a Burgundia, para comprar la provisión de vino para la sociedad.
Esta tarea le resultaba muy poco grata porque no tenía ninguna inclinación para los negocios, y porque era cojo y no podía ocuparse de su trabajo en el barco sino rodando sobre los toneles. Sin embargo se entregó a esta tarea y a la compra del vino sin ningún descontento. Le dijo a Dios que se ocupó de este negocio, y que lo hizo muy bien.
Mencionó que el año anterior había sido enviado a Auvergne con la misma comisión y, aunque no podía decir cómo, todo había resultado muy bien. De la misma manera cumplía con su trabajo en la cocina (al cual por naturaleza tenía una gran aversión), donde se había acostumbrado a hacer todo por amor a Dios.
Durante los quince años que había estado trabajando en la cocina, todo le había resultado fácil porque lo hacía con oración y movido por la gracia de Dios. Estaba muy feliz con el puesto que ocupaba ahora, pero que estaba listo a volver a lo anterior, debido a que siempre estaba agradando a Dios en cualquier condición, haciendo las cosas pequeñas por amor a Él.
Para el Hermano Lorenzo los momentos de oración no eran diferentes de lo que habían sido en otros tiempos. Se retiraba a orar, de acuerdo a las directivas de su superior, pero no quería esa clase de retiros ni los solicitaba, debido a que ni el trabajo más grande lo distraía de la presencia de Dios.
Debido a que conocía su obligación de amar a Dios en todas cosas; como él se había esforzado por hacerlo así, no necesitaba que un director espiritual le diera una orden. Dijo que era muy sensible a sus faltas, pero que estas faltas no lo desanimaban. Las
confesaba a Dios sin dar ninguna excusa. Cuando lo hacía, con toda paz reasumía su práctica usual de amor y adoración.
El Hermano Lorenzo no consultaba a nadie con sus inquietudes mentales. Por la luz que le daba la fe él sabía que Dios estaba presente, entonces lidiaba consigo mismo tratando de dirigir todas sus acciones a Él. Todo lo hacía movido por el deseo de agradar a Dios, aceptando los resultados que se producían. Dijo que los pensamientos inútiles arruinan todo, que los dolores empiezan allí. Tan pronto como percibimos su impertinencia debemos rechazarlos, y retornar a nuestra comunión con Dios.
En el principio frecuentemente había pasado su tiempo de oración rechazando pensamientos erráticos y volviendo a caer en ellos. Nunca había regulado su devoción por ciertos métodos como lo hacen algunos. Sin embargo, al principio había
practicado la meditación por algún tiempo, pero después la había dejado de lado de una manera casi inexplicable.
El Hermano Lorenzo enfatizaba que todas las mortificaciones corporales y otros ejercicios eran inútiles, a menos que sirvieran para unirse con Dios por medio del amor. Había considerado bien esto.
Encontró que el camino más corto para ir directamente a Dios era ejercitando el amor continuamente por medio de un continuo ejercicio del amor y haciendo todas las cosas por amor a Él. Notó que había una gran diferencia entre los actos del intelecto y los de la voluntad.
Los actos del intelecto eran comparativamente de poco valor. Los actos de la voluntad eran todos importantes. Nuestro único deber es amar a Dios y deleitarnos en Él. Ningún tipo de mortificación, si invalida el amor de Dios, puede borrar un solo pecado. En lugar de esto, y sin ansiedad alguna, debemos esperar el perdón de nuestros pecados que proviene de la sangre de Jesucristo, solamente esforzándonos para amarle con todo nuestro corazón. Y él notó que Dios parecía haber garantizado los mayores favores a los pecadores más grandes, como si fueran monumentos conmemorativos de su misericordia.
El Hermano Lorenzo dijo que los mayores dolores o placeres de este mundo no podían
compararse con los que él había experimentado en ese estado espiritual. Como resultado de todo eso, solamente deseaba una cosa: no ofender a Dios. Dijo que no cargaba con ninguna culpa. Cuando fallo en mis deberes, rápidamente lo reconozco, diciendo: Estoy acostumbrado a obrar así. Nunca podré cambiar por mí mismo. Y si no fallo, entonces doy gracias a Dios reconociendo que esto viene de Él.
El resumen de todo en ser gobernado por el Amor.
Tomado de La Practica de la Presencia de Dios . Hno Lorenzo.