El corazón está herido. Por los propios pecados, por envidias profundas, por rencores que duran años, por miradas que nos reprochan faltas reales o delitos nunca cometidos.
Ante los dolores de la vida, ante las penas que carcomen el alma, ansiamos una luz, una mano amiga, una rendija de esperanza.
Hay dolores que hunden, que destrozan vidas. Hay dolores que se convierten en heridas abiertas en continua supuración. Hay dolores que provocan autocompasiones que destruyen.
En esos momentos, necesitamos abrir la mente a una verdad que salva: Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5,32).
En vez de dejar al mal destruir mi vida, necesito abrir una rendija a Dios. Sólo entonces Cristo podrá venir a mi casa, cenar conmigo, derramar el aceite de la misericordia sobre mis heridas, sacar mi alma de pesimismos enfermizos.
Abrir una rendija a Dios es posible siempre. Basta con recordar que el Maestro no ha dejado a los hombres. Cristo sigue en los mil caminos de la historia humana, tras las huellas de cada oveja perdida. Sigue tras mis pasos, respetuoso, en silencio, pero con un amor que quema, que purifica, que sana.
Hoy puedo abrirle la puerta de mi alma. Entonces Jesús entrará. Me dará fuerzas para llorar mis pecados con lágrimas confiadas. Me impulsará a invocar y acoger su misericordia en el sacramento de la confesión. Me ayudará a perdonar y a pedir perdón a quien haya herido con mis actos egoístas. Me invitará, revestido con una túnica blanca, a participar, ya aquí en la Tierra, en el gran banquete de la alegría de los cielos.
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