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Para no dejar de hacer lo bueno Es un peligro que nos acecha a todos: queremos hacer grandes cosas, pero no somos capaces de empezar cosas pequeñas.
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Deseamos mejorar el mundo, extirpar las injusticias, aliviar dolores, eliminar el hambre, curar la malaria, y tantas otras cosas buenas.
Soñamos muchas cosas buenas. Pero luego, en la vida cotidiana, no somos capaces de barrer el pasillo de casa, limpiar los platos, ayudar a recoger la comida, llamar por teléfono a un familiar o amigo necesitado de consuelo.
Es un peligro que nos acecha a todos: queremos hacer grandes cosas, pero no somos capaces de empezar cosas pequeñas.
Desde luego, vale la pena todo esfuerzo por participar en proyectos grandes. Pero lo grande inicia con actos de voluntad en lo pequeño. Como decían los antiguos: nada se convierte en alto de modo repentino, los edificios altos se levantan poco a poco.
No podemos vivir de sueños ni de buenas intenciones. Hay que ir a lo concreto, a lo cercano, a lo que está en nuestras manos.
No podemos dejar escapar una ocasión inmediata de hacer el bien con el engaño de que miramos a cosas más grandes y más buenas. Al final, no haremos ni lo uno ni lo otro.
En el Reino de los cielos no entra el que llena su boca de grandes exclamaciones y repite “¡Señor, Señor!”, sino el que pone en práctica los consejos que nos ofrece Jesucristo y se pone a trabajar (cf. Lc 6,46-49).
Con uno, cinco o diez talentos (no importa si podemos poco o si podemos mucho) hoy tenemos ante nosotros un día magnífico, lleno de ocasiones concretas para vivir el Evangelio, para aprender que el primero en el Reino de los cielos es aquel que vive como servidor alegre y generoso, en lo grande y en lo pequeño (cf. Mt 25,14-30).
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