«¡...tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos...!
»Nadie había vuelto a nombrar a Alicia, por desterrarla de mi pensamiento....
»¿Y yo por qué me lamentaba como un eunuco? ¿Qué perdía en Alicia que no lo topara en otras hembras? Ella había sido un mero incidente en mi vida loca....
»Además, la que fue mi querida tenía sus defectos: era ignorante, caprichosa y colérica. Su personalidad carecía de relieve: vista sin el lente de la pasión amorosa, aparecía la mujer común.... Sus cejas eran mezquinas, su cuello corto, la armonía de su perfil un poquillo convencional.... sus manos fueron incapaces de inventar la menor caricia. Jamás escogió un perfume que la distinguiera; su juventud olía como la de todas.
»¿Cuál era la razón de sufrir por ella? Había que olvidar, había que reír, había que empezar de nuevo. Mi destino así lo exigía; así lo deseaban, tácitos, mis camaradas. El Pipa, disfrazando la intención con el disimulo, cantó cierta vez un “llorao” genial, a los compases de las maracas, para infundirme la ironía confortadora:
»El domingo la vi en misa,
el lunes la enamoré,
el martes ya le propuse,
el miércoles me casé;
el jueves me dejó solo,
el viernes la suspiré;
el sábado el desengaño...
y el domingo a buscar otra
porque solo no me amaño.»1
Este pasaje de La vorágine, obra clásica del poeta y novelista colombiano José Eustasio Rivera, ilustra genialmente aquel dicho de los hombres respecto a las mujeres: «¡No podemos vivir con ellas, y no podemos vivir sin ellas!» Pero el error de muchos hombres, como lo fue del protagonista de la novela, Arturo Cova, no es tanto el no poder vivir con ellas, como el no deber vivir con ellas antes de conocer sus defectos y de casarse con ellas conscientes de esos defectos. ¡Y conste que todos somos imperfectos!
De su querida, Arturo Cova dice al principio: «Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí.»2 Tan fácil presa fue Alicia que salió con Arturo huyendo de Bogotá hacia los llanos del Casanare sin darse cuenta de lo que él reconoció esa misma noche: que a aquella jovencita él la estaba sacrificando a sus pasiones, y que, saciado su antojo, se hallaba espiritualmente lejos de ella. El alma de Alicia —reflexionó Arturo— nunca le había pertenecido.3
Más vale que aprendamos de Arturo y Alicia que, antes de casarnos, nos conviene conocernos y aceptarnos mutuamente tal como somos. De hacerlo así, es más probable que se cumpla en nosotros el propósito de Dios al diseñar el matrimonio: que nos unamos a nuestro cónyuge de alma y corazón al extremo de que, como dijo Jesucristo, ya no seamos dos sino uno solo.
Dios les bendiga,
Ximena