Dios nos invita a una gran cena. Es una “gran cena” a causa del Anfitrión, a causa del número de los invitados, por la abundancia con la cual desea colmar a sus invitados, y en fin, grande por el precio que le costó la invitación.

       ¿Alguien será demasiado insensato para rechazar esta cena? Por desdicha fue lo que ocurrió cuando el dueño de la casa envió a su siervo a buscar a los invitados: “Venid, que ya todo está preparado” (v. 17). Uno dio como excusa la adquisición de un campo, otro los bueyes que acababa de comprar, otro acababa de casarse… Cada uno invocó intereses legítimos, trabajo o familia, nada malo en sí, pero eran un obstáculo para aceptar la invitación de Dios.

       Los primeros invitados despreciaron la gran cena y, por consiguiente, a aquel que la ofrecía. Entonces el padre de familia dijo a su siervo: “Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos... Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar”. Dios se volvió hacia aquellos que estaban alejados de él, los humildes y menospreciados, los que no tenían ningún derecho, pues quería compartir con ellos su festín gratuitamente.

       ¡Dos mil años después, todavía hay lugar! El precio de las entradas de esta cena fue pagado muy caro por el Hijo de Dios mismo, cuando murió en la cruz. ¿Estará usted presente?

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