Es fácil ser evangelizadores y misioneros. Se trata simplemente de dar gratis lo que gratis hemos recibido.
¿Es fácil? ¿No vivimos en un mundo hostil, lleno de insidias y de rencores? ¿No somos nosotros mismos víctimas de la tentación materialista? ¿No tenemos el pecado fuera y dentro de los corazones?
Al ver la situación del mundo y al constatar la propia debilidad, sentimos miedo. Miedo a enseñar la fe y luego sufrir las “consecuencias”. Miedo a ser tildados de locos, fanáticos, fundamentalistas, beatos. Miedo a ser criticados por familiares y amigos, por compañeros de trabajo y por conocidos.
Pero si pensamos en que hemos recibido un tesoro, en que Dios no es para unos pocos, en que Él es un Padre que ama a todos, en que Cristo dio su Sangre para el perdón de los pecados, en que el Espíritu Santo sopla y actúa donde quiere y espera la ayuda de discípulos y misioneros... entonces nuestro corazón cobra fuerzas y entusiasmo: ¡sí podemos predicar el Evangelio!
¿Tan sencillo? Se exige, desde luego, coherencia, pues de nada sirve quien predica y luego vive de otra manera. Se exige, además, una formación mínima, que podemos lograr poco a poco gracias a una meditación profunda y desde la fe de la Sagrada Escritura, ”. Se exige una vida sacramental convencida: la misa dominical (y no sólo dominical), la confesión frecuente.
Se exigen, por lo tanto, ciertos requisitos. Pero nos parecerán fáciles desde la alegría experimentada, en el corazón, de saber que Dios nos mira, nos acompaña, nos impulsa, nos ama. A nosotros y a tantas personas que encontrarán el sentido de sus vidas si descubren, con nuestra ayuda humilde, la gran noticia: Cristo nació, vivió, murió, y resucitó, para salvarnos, para llevarnos al Padre, para permitir que ya en esta tierra sea posible una existencia de caridad auténtica, una vida que es anticipo de lo que experimentaremos, si somos fieles a la gracia de Dios, en el cielo.
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