El tráfico estuvo insoportable. La corriente eléctrica volvió a fallar. La computadora quedó infectada por un virus. Una llamada telefónica nos quitó más de 30 minutos de la tarde. Al final, cuando llegó un familiar para comentarnos algo “insignificante”, explotamos: perdimos la paciencia.
Hay situaciones que ponen a dura prueba nuestra capacidad de aguante. Si se suceden, uno tras otro, hechos que duelen, que molestan, que obstaculizan nuestros proyectos y nos arrastran a afrontar cosas que desagradan, es fácil que el corazón quede desgastado y perdamos el control de nuestros nervios.
En otras ocasiones, no se trata de un alud de imprevistos y de contratiempos, sino del goteo, día a día, de algo o de alguien que nos martillea, que nos hostiga, que nos interrumpe, que nos molesta. Al final, llega la gota fatídica, y el vaso se desborda.
Luego nos arrepentimos. La rabia explotó contra el último que vino a llamar nuestra puerta, o contra un pobre amigo que simplemente quería preguntarnos cómo estábamos, o contra un extraño que al tropezar nos dio un empujón sin mayores consecuencias pero al que maltratamos con palabras fuertes, incluso quizá con insultos graves.
La virtud de la paciencia existe precisamente para esos casos. Porque no hay paciencia verdadera cuando el tren llega a tiempo, cuando la comida está lista, cuando la electricidad no falla, cuando las llamadas telefónicas entran en los mejores momentos y desde las personas que más amamos.
La verdadera paciencia se forja, por lo tanto, cuando el cúmulo de situaciones y el desgaste de la vida exigen un esfuerzo ulterior, un dominio más decisivo sobre los propios sentimientos, para llegar a ser siempre la misma persona: serena, atenta a los demás, dispuesta a ayudar en lo posible, acogedora, con un corazón capaz de perdonar.
La paciencia vale para los demás, y vale para uno mismo. Uno de los grandes peligros de la vida consiste en cansarse ante la propia lucha, al descubrir que los defectos siempre son los mismos, al reconocer que no conseguimos quitar ese pecado que tanto desgasta. Surge entonces la tentación (falsa) que nos lleva a pensar que no somos capaces de empezar de nuevo, cuando en realidad tenemos en nuestros corazones energías inmensas de lucha desde una paciencia bien formada.
Por eso Cristo, como Maestro, dijo claramente que sólo con la perseverancia (podríamos decir, con la paciencia) podremos salvar nuestras almas (cf. Lc 21,19).
San Pablo incluye la paciencia entre los frutos del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22-23), y habla de ella como parte de la caridad cristiana que está unida al realismo. No somos perfectos; por eso tenemos que soportarnos los unos a los otros con paciencia, humildad y dulzura (cf. Ef 4,2). A la hora de describir la caridad, Pablo no duda en poner, como primera característica, la paciencia (cf. 1Cor 13,4).
San Agustín, en el siglo V, explicaba que la paciencia nos permite soportar los males con un ánimo tranquilo. Por su parte, santo Tomás de Aquino la colocaba en relación con la fortaleza, y también la presentaba como virtud que ayuda a vencer la tristeza, esa que paraliza y destruye tantas intenciones buenas.
Hoy, como cada día, afrontaremos situaciones pequeñas o grandes que nos exigirán usar nuestra paciencia. Si tenemos una actitud serena, si confiamos en Dios que siempre está a nuestro lado, si no dejamos que los golpes desgasten nuestro corazón, si acudimos a la confesión tantas veces cuantas sean necesarias, podremos dar un nuevo paso hacia la conquista de esta virtud.
Con la paciencia a nuestro lado trabajaremos con más entusiasmo en los deberes de cada día, sembraremos de paz y de serenidad un mundo demasiado lleno de tensiones y muy necesitado de almas magnánimas, buenas, y muy pacientes.