Fragmento del Libro Un Amor que Puedes Compartir
Max Lucado
CAPÍTULO TRECE
El anillo de la fe
El amor todo lo cree.
1 Corintios 13.7
Jesús describió esto cuando contó la historia del hijo pródigo.
El relato involucra a un padre rico y un hijo voluntarioso. El chico reclama su herencia
prematuramente, se muda a Las Vegas y allí despilfarra el dinero en máquinas
tragamonedas y mujeres. Con la misma rapidez que dices «blackjack», el hijo estaba en la
ruina. Como es demasiado orgulloso para regresar a casa, consigue un trabajo limpiando
establos en el hipódromo. Cuando se sorprende probando el alimento de los caballos y
pensando con un poquito de sal no estaría nada mal, se da cuenta de ya es suficiente. Ya es
hora de regresar a casa. Al jardinero de su padre le va mejor que a él. Así que emprende el
viaje de regreso. Va ensayando su discurso de arrepentimiento en cada paso del camino.
Pero el padre veía las cosas desde otro punto de vista. «Cuando todavía estaba lejos, su
padre lo vio». El padre estaba buscando al chico, siempre alzando el cuello, esperando ver
aparecer al muchacho, y cuando eso sucedió, cuando el padre vio por el camino una figura
que le resultaba familiar, «tuvo compasión. Corrió y se echó sobre su cuello, y le besó».
Nosotros no esperamos una respuesta así. Esperamos a alguien con los brazos cruzados y aspecto furioso. Como mucho, un apretón de manos por compromiso. Seguro que una reprimenda. Pero el padre no hace nada de esto. En su lugar, le da regalos. «Sacad de
inmediato el mejor vestido y vestidle, y poned un anillo en su mano y calzado en sus pies.
Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y regocijémonos» (Lc 15.11–23). Vestido,
sandalias, ternero y… ¿viste? un anillo.
Antes de que el chico tenga tiempo de lavarse las manos, tiene un anillo en el dedo. En
la época de Cristo los anillos eran algo más que regalos, eran símbolos de soberanía
delegada. El portador del anillo podía hablar en nombre del dador. Se usaba para imprimir
un sello en cera blanda para validar las transacciones. El que llevaba el anillo hacía
negocios en nombre del que se lo había dado.
¿Habrías hecho lo mismo? ¿Le habrías dado al hijo pródigo el poder y los privilegios de
representarte en tus asuntos? ¿Le habrías confiado una tarjeta de crédito? ¿Le habrías dado
tu anillo?
Antes de que empieces a cuestionar la sabiduría del padre, recuerda que en esta historia
tú eres el hijo. Cuando llegaste a la casa de Dios se te dio autoridad para hacer negocios en
el nombre de tu Padre celestial.
Cuando dices la verdad, eres embajador de Dios.
Cuando manejas el dinero que Él te da, eres su administrador de empresas.
Cuando perdonas, eres su sacerdote.
Cuando promueves la sanidad del cuerpo o del alma, eres su médico.
Y cuando oras, te escucha como un padre escucha a su hijo. Tienes voz en la casa de
Dios. Él te ha puesto su anillo.
¡Lo único más asombroso que haberte dado el anillo es el hecho de no habértelo pedido
de vuelta! ¿Acaso no ha habido momentos en que ha tenido motivos para eso?
Cuando promoviste tu causa y olvidaste la de Él. Cuando mentiste. Cuando tomaste los
dones que te dio y los usaste para tu provecho. Cuando regresaste a Las Vegas y te
sedujeron las luces de neón, la suerte y las noches de fiesta. ¿No podría haberte quitado el
anillo? Por supuesto. ¿Lo hizo o no lo hizo? ¿Todavía tienes una Biblia? ¿Todavía se te
permite orar? ¿Todavía tienes algo de dinero para sobrevivir, o alguna habilidad que puedas
usar? Entonces me da la impresión de que Dios quiere que sigas llevando el anillo. Parece
que sigue creyendo en ti.
No se ha rendido contigo. No te ha dado la espalda. No se ha marchado. Podría haberlo
hecho. Otros lo habrían hecho, pero Él no. Dios cree en ti. Y te pregunto si tú no podrías
compartir con otros algo de esa fe que Él tiene en ti. ¿Puedes creer en alguien?
La fe es muy poderosa.
Jesús describió esto cuando contó la historia del hijo pródigo.
El relato involucra a un padre rico y un hijo voluntarioso. El chico reclama su herencia
prematuramente, se muda a Las Vegas y allí despilfarra el dinero en máquinas
tragamonedas y mujeres. Con la misma rapidez que dices «blackjack», el hijo estaba en la
ruina. Como es demasiado orgulloso para regresar a casa, consigue un trabajo limpiando
establos en el hipódromo. Cuando se sorprende probando el alimento de los caballos y
pensando con un poquito de sal no estaría nada mal, se da cuenta de ya es suficiente. Ya es
hora de regresar a casa. Al jardinero de su padre le va mejor que a él. Así que emprende el
viaje de regreso. Va ensayando su discurso de arrepentimiento en cada paso del camino.
Pero el padre veía las cosas desde otro punto de vista. «Cuando todavía estaba lejos, su
padre lo vio». El padre estaba buscando al chico, siempre alzando el cuello, esperando ver
aparecer al muchacho, y cuando eso sucedió, cuando el padre vio por el camino una figura
que le resultaba familiar, «tuvo compasión. Corrió y se echó sobre su cuello, y le besó».
Nosotros no esperamos una respuesta así. Esperamos a alguien con los brazos cruzados
y aspecto furioso. Como mucho, un apretón de manos por compromiso. Seguro que una
reprimenda. Pero el padre no hace nada de esto. En su lugar, le da regalos. «Sacad de
inmediato el mejor vestido y vestidle, y poned un anillo en su mano y calzado en sus pies.
Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y regocijémonos» (Lc 15.11–23). Vestido,
sandalias, ternero y… ¿viste? un anillo.
Antes de que el chico tenga tiempo de lavarse las manos, tiene un anillo en el dedo. En
la época de Cristo los anillos eran algo más que regalos, eran símbolos de soberanía
delegada. El portador del anillo podía hablar en nombre del dador. Se usaba para imprimir
un sello en cera blanda para validar las transacciones. El que llevaba el anillo hacía
negocios en nombre del que se lo había dado.
¿Habrías hecho lo mismo? ¿Le habrías dado al hijo pródigo el poder y los privilegios de
representarte en tus asuntos? ¿Le habrías confiado una tarjeta de crédito? ¿Le habrías dado
tu anillo?
Antes de que empieces a cuestionar la sabiduría del padre, recuerda que en esta historia
tú eres el hijo. Cuando llegaste a la casa de Dios se te dio autoridad para hacer negocios en
el nombre de tu Padre celestial.
Cuando dices la verdad, eres embajador de Dios.
Cuando manejas el dinero que Él te da, eres su administrador de empresas.
Cuando perdonas, eres su sacerdote.
Cuando promueves la sanidad del cuerpo o del alma, eres su médico.
Y cuando oras, te escucha como un padre escucha a su hijo. Tienes voz en la casa de
Dios. Él te ha puesto su anillo.
¡Lo único más asombroso que haberte dado el anillo es el hecho de no habértelo pedido
de vuelta! ¿Acaso no ha habido momentos en que ha tenido motivos para eso?
Cuando promoviste tu causa y olvidaste la de Él. Cuando mentiste. Cuando tomaste los
dones que te dio y los usaste para tu provecho. Cuando regresaste a Las Vegas y te
sedujeron las luces de neón, la suerte y las noches de fiesta. ¿No podría haberte quitado el
anillo? Por supuesto. ¿Lo hizo o no lo hizo? ¿Todavía tienes una Biblia? ¿Todavía se te
permite orar? ¿Todavía tienes algo de dinero para sobrevivir, o alguna habilidad que puedas
usar? Entonces me da la impresión de que Dios quiere que sigas llevando el anillo. Parece
que sigue creyendo en ti.
No se ha rendido contigo. No te ha dado la espalda. No se ha marchado. Podría haberlo
hecho. Otros lo habrían hecho, pero Él no. Dios cree en ti. Y te pregunto si tú no podrías
compartir con otros algo de esa fe que Él tiene en ti. ¿Puedes creer en alguien?
La fe es muy poderosa.