El joven iba acercándose al momento cumbre en el que concluiría sus estudios universitarios. Largos años de carrera, que se le habían hecho interminables, llegaban a su fin. No sin tropiezos, sentía que ya estaba llegando a su meta. Había logrado dominar la teoría, la práctica inclusive, de lo que habría de ser la profesión que había soñado ejercer por el resto de su vida. ¿De su vida?
Aquel viernes en la tarde se sentía intranquilo. Le parecía que de tanto aprender, no había aprendido nada. Sentía que le faltaba algo importante, y no sabía cómo expresarlo. Caminando por el campus universitario se encontró con uno de sus profesores, precisamente aquel que en más de una ocasión lo había orientado en sus estudios, y decidió abordarlo. A rajatablas, le preguntó: “Profe, dígame, cómo se hace la vida?
El viejo profesor esbozó una ligera sonrisa, mientras lo invitaba a que se sentaran en un banco cercano, y le refirió lo que a él a su vez le había contado un viejo profesor en un momento parecido, fiel reflejo de la sabiduría de siglos:
“La vida se hace sorbo a sorbo, paso a paso y día a día.
Se hace saboreando a Dios, caminándolo a lo ancho y a lo hondo, mirándolo a través de sus colores, oyéndolo a través de sus sonidos, palpándole la perfección y desentrañándole la luz.
La vida se hace como trabajador de su siembra, como obrero de su palabra, como jardinero de sus flores, como cantador de sus prodigios... como Él te mandó hacerla.
La vida se hace agitando el mundo que llevamos dentro y descubriendo el mundo que llevan los demás.
Se hace respirando a Dios con la fuerza de la naturaleza, con la sabiduría de su gracia y con el impulso de sus pisadas, que van tras nosotros para que no perdamos el camino ni se nos aparte la luz.
La vida se hace sufriendo, pero sin apagar nunca la velita encendida de la fe.
La vida se hace amando, porque el amor tiene tanto que hacer en el mundo, que no da tiempo para odios ni rencores.
La vida se hace en el espacio de lo cotidiano, en pequeños trozos de cada día, en momentos que encendemos de pasión, en vuelos que se emprenden con besos y son sueños.
Velar y dormir, soñar y despertar, llorar y reír, creer y dudar, caer y levantarse: eso es hacer la vida.
La vida no se hace para lucir, para exhibirse, para mostrarnos como en un escaparate de vanidad y focos de colores.
La vida se hace en el recinto íntimo, en ese taller de abeja trabajadora que llevamos dentro, en ese aguijón que extrae y regala, que profundiza y endulza.
Hay que caminar la vida, porque es la única manera de llegar.
Cumple tu misión de dar. Déjale a Dios el balance de lo que debes recibir.
Porque en ese libro de la generosidad, del esfuerzo y de la entrega, ¡se hace la vida!” Hermosa lección de sapiencia que a todos nos conviene aprender y recordar siempre.
Bendiciones y paz.
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