Lo mismo ustedes: Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: “Somos unos pobres servidores”. ¿Lo mismo ustedes? Pero, ¿dónde está el punto de semejanza? ¿No hay, más bien, diferencia? ¡Y qué diferencia! ¿Debe el hombre a Dios el mismo servicio que a un hombre? Evidentemente que no.
La relación de las situaciones no es la misma; la fuente de obligación es diferente; el compromiso de la persona es muy distinto. Dios ha hecho existir al hombre; le ha dado la vida; le ha concedido el conocimiento; le ha regalado el tiempo, repartido en períodos con miras a la gloria. Además, Dios ha hecho al hombre criatura abierta al honor; lo ha colocado a la cabeza de los vivientes. Le ha hecho señor de la tierra entera según las leyes y tiempos por Él determinados. Como perdió estos grandes dones originales, Dios se los ha devuelto ampliándolos hasta lo divino y elevándolos hasta el cielo: de este hombre, a quien entregó la tierra como su morada, ha hecho un ciudadano del cielo...
Así, en esta nueva situación, asegurada ya para el porvenir podrá guardar todo lo que su incierta libertad perdió. Libre de este modo el hombre ante el universo, sólo tendrá que servir a Dios. Este servicio que el hombre debe al autor de su primera condición humana y de su misma existencia, lo debe ahora, según san Pablo, porque Dios lo ha rescatado, le ha adquirido para sí. “Han sido rescatados, dice e1 Apóstol, a buen precio, no se hagan esclavos de los hombres” (1 Co 7,23).
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