Un naufragio, un incendio, un terremoto, un accidente de tráfico, una enfermedad, una situación económica desesperada: en la vida se dan tantas situaciones en las que pedimos, suplicamos, esperamos intensamente la ayuda de otros, la llegada de un equipo de rescate.
Gracias a Dios, hay miles de hombres y mujeres dispuestos a tendernos una mano de auxilio. Bomberos y médicos, agentes del orden y voluntarios, dan lo mejor de sí mismos en acciones de rescate a quienes viven en situaciones de urgencia o bajo la presión de graves problemas.
Los rescates humanos alivian y devuelven la esperanza. Pero en ocasiones llegan sólo hasta un cierto límite, más allá del cual no pueden pasar.
Porque el rescate del médico no siempre consigue curar al enfermo ni aliviar sus dolores más profundos. Porque el rescate de los bomberos a veces llega tarde o no logra, ante la fuerza de los elementos, apagar el incendio. Porque la policía puede no actuar de modo adecuado para impedir un desenlace trágico en el secuestro de un ser querido.
En otros casos, el rescate no puede venir de los hombres, porque afecta a nuestro corazón. Cuando hemos caído en el pozo profundo del egoísmo, cuando hemos dejado crecer odios que carcomen el alma, cuando sentimos una pena intensa ante los fracasos de la vida, cuando hemos pecado contra Dios y contra el prójimo, ¿quién nos puede salvar?
Es cierto que existen medicinas y tratamientos psicológicos que pueden dar cierto alivio. Pero tales actuaciones llegan hasta un punto, más allá del cual no pueden hacer nada. Porque si hemos pecado, lo único que necesitamos es una curación definitiva, el encuentro con Dios desde la súplica que pide perdón y misericordia. Porque ante el misterio de la muerte, que nos arrebata un ser querido o que se acerca inevitablemente a las puertas de la propia vida, sólo queda mirar al horizonte de lo eterno y suplicar a Dios que nos acoja en su Amor infinito.
Frente a esas situaciones más íntimas, a los momentos “límite” de nuestra existencia, el rescate definitivo puede llegar sólo desde alguien que está por encima de las leyes físicas y biológicas y que se interese por nosotros. La mirada al cielo suplica, entonces, una mano divina, un consuelo íntimo, un perdón que nace desde la misericordia.
Dios no puede ser indiferente ante el grito de sus hijos. En las mil encrucijadas de la vida, pedimos, humildemente, que nos salve, que nos ayude, que nos ofrezca ese rescate definitivo que tanto anhela el corazón de cada ser humano.
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