Pero ahora que han sido liberados del pecado y se han puesto al servicio de Dios, cosechan la santidad que conduce a la vida eterna (Romanos 6: 22).
CUANDO NOS DAMOS CUENTA de que somos libres del mal. y que estamos bajo el dominio de Dios, empezamos a actuar en armonía con la nueva hegemonía a la que pertenecemos. Nuestra vida cambia y comenzamos a practicar la justicia, que es la norma de Cristo. Los frutos de esta nueva vida se dejan ver: Llegamos a ser santos, porque entramos en la senda de la comunión con Dios. Esta nueva ruta que tomamos es la ruta que conduce a la vida eterna. La senda anterior conducía a la muerte eterna.
Todos los imperativos de la vida cristiana tienen una finalidad: Vivir lo que somos. Sean justos, porque Dios nos llamó a la justicia, sean santos, porque Dios nos llamó a la santidad; sean buenos, porque Dios nos llamó a la bondad, obedezcan los mandamientos, porque Dios nos llama a la obediencia. Estamos en un nuevo camino, debemos vivir en armonía con ese camino. Pertenecemos a un nuevo reino, vivamos en armonía con lo que ese reino representa. Somos hijos de Dios; vivamos como tales El apóstol lo hace claro: «No ofrezcan los miembros de su cuerpo al pecado como instrumentos de injusticia, al contrario, ofrézcanse más bien a Dios como quienes han vuelto de la muerte a la vida, presentando los miembros de su cuerpo como instrumentos de justicia» (Rom. 6:13).
Todos estos imperativos nos hablan de la fragilidad del ser humano. Hemos sido deteriorados por el mal. El pecado nos ha incapacitado para amar y seguir el bien. Naturalmente no estamos inclinados a buscar a Dios. La justicia de su reino no la asimilamos fácilmente. Al andar en los caminos de Dios vamos en contra de la corriente. De allí que Dios nos invita, nos llama, nos anima, nos capacita; de allí que fallamos y representamos mal al Dios que servimos. Pero Dios nos dice: «Recuerden, ustedes ya no son así Son siervos de la justicia; son hijos de Dios; vivan lo que son».