Caminamos por esta vida dando numerosos pasos. Pasos que se suman progresivamente y que poco a poco van marcando nuestro itinerario vital.
Al final de un año, podemos apreciar cuántos pasos hemos dado en nuestras vidas, cuántos de ellos han sido certeros y cuántos han sido dados sin derrotero alguno.
Cuando se nubla la meta y se difumina ante nuestra vista el fin tras el que corríamos, la ceguera del sinsentido comienza a oscurecernos. Al mirar la ribera de nuestra existencia vemos con asombro la cantidad de pasos perdidos y las huellas sin rumbo. Vemos que, muchas veces, hemos corrido en vano, que hemos andado sin avanzar, que hemos vivido sin amor momentos tan preciosos como fugaces.
Ahora, con los pies ampollados y doloridos del trayecto recorrido en este año, es cuando comprendemos que lo importante no era el dar muchos pasos, ni la velocidad de las zancadas, sino el horizonte que quisimos conquistar con cada uno de ellos. En medio del crucero del ayer, del hoy y del futuro, percibimos con claridad la necesidad de una mirada amplia que rompa la frontera de lo inmediato y episódico.
¿A dónde vamos? Contemplando las huellas dejadas a nuestras espaldas la respuesta, tal vez, será la escarcha incierta del no saber. Podría ser que al plantearnos esta pregunta encontremos que hemos caminado sin una meta clara haciendo de nuestras vidas un laberinto sin rumbo fijo, como minotauros que enredan su propio destino. También podría ser que con alegría y gratitud veamos que los pasos dados están todos, o la mayoría, dirigidos al Cielo y a la eternidad.
Coloquemos la mirada en el presente. Pensemos el rumbo que queremos para este nuevo paso palpitante y caliente que está en sus inicios. Antes de darlo determinemos bien el destino y la estrella a la que se dirigirá. Así, en los pequeños pasos de cada día, lograremos atravesar la vida con sentido. Como dice José Luis Martín Descalzo, “no se ama todo de golpe: cada día tiene su pequeño amor. Y sólo con muchos pasos de pequeño amor se logra atravesar la noche”.
Entonces podemos conquistar con ilusión la cima de Dios que tanto anhela nuestro espíritu. Que nuestros horizontes, al ascender, se amplíen cada vez más. Que las pisadas dejadas en el pasado hereden a nuestro presente esperanza y paz. Importa no perder la visión que guíe -parafraseando a Antonio Machado- “el camino que hacemos al andar”.
Es menester dejar huella en nuestro paso terreno. Pero no una cualquiera, sino una huella que grite rebelión contra la falta de sentido. Una huella que le dé corazón a la humana existencia. Una huella ansiosa por encontrarse con Dios. Una huella que, a pesar de ser terrena, reverbere eternidad. Una huella que llene de luz las penumbras que nos rodean. |