El sueño de Dios
Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones. Jeremías 1:5.
Debe tener aproximadamente veinte años. Demasiado joven para haber perdido el gusto por la vida y para destruirse, como lo está haciendo. En pocos meses, ha descendido a las profundidades más oscuras del vicio y de la degradación. Se prostituye para conseguir dinero, a fin de comprar cocaína.
“Es la única manera de olvidar lo que soy”, balbucea, “un poco de basura que alguien encontró en la calle”.
Verdad… y mentira. Verdad que la madre biológica la había abandonado en la calle, recién nacida, envuelta en papel de periódico, en un tacho de basura. Mentira que, por eso, ella no tuviese valor, al punto de escoger aquella triste vida.
“No tuve otra opción”, farfulla, mordiendo sus labios hasta hacérselos sangrar. Dos lágrimas rebeldes resbalan por su rostro sufrido. Tengo ganas de abrazarla y de decirle: “Hija, no sufras más, estoy aquí; llegué para salvarte”. Pero, percibo que soy apenas un ser humano, incapaz de calmar los dolores del mundo. Lloro. Ella no lo percibe: mis lágrimas ruedan por dentro; queman mis entrañas; me provocan el dolor terrible de la incapacidad. Entonces, viene a mi mente el texto de hoy.
A veces, golpeado por la vida, llegas a la conclusión de que eres fruto del acaso y de que tu existencia es una casualidad, un simple accidente biológico o una coincidencia. Pero, Dios asegura que, antes de que nacieses, cuando aún estabas en el vientre de tu madre, él ya tenía un plan para tu vida. Nada sucede en este mundo sin el consentimiento divino. Tú eres fruto del amor maravilloso de Dios.
Suceda lo que sucediere; a pesar de las circunstancias adversas que te rodean; a despecho de las heridas que la vida te haya abierto, el plan de Dios, para ti, continúa en pie. Lo único que necesitas es descubrirlo y seguirlo.
Nadie puede entender lo que sientes; yo sé. Tus dolores son solo tuyos; tus noches interminables, también. Temes que llegue el día. Prefieres vivir en las sombras, escondiendo tu realidad; lo sé. Pero sé, también, que hay un Dios Todopoderoso esperando que solo le digas: “Señor, estoy cansada de sufrir; por eso te entrego mi vida. ¿Eres capaz de hacer lo que yo no puedo?”
Tal vez tu situación no sea, ni por lejos, parecida a la de esta joven pero, ¡en el nombre de Dios!, parte hoy hacia la lucha de la vida seguro de que, “antes que te formases en el vientre de tu madre, Dios ya te conocía”.
Que Dios te bendiga.
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