La Confesión, un encuentro con Cristo.
La Cuaresma es tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote; allí nos acoge como Buen Pastor, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. El hijo pródigo que vuelve –eso somos nosotros cuando decidimos confesárnoslo hace por la triste situación en la que se encuentra, sin perder nunca la conciencia de su pecado: No soy digno de ser llamado hijo tuyo; pero conforme se acerca a la casa paterna va reconociendo con cariño todas las cosas del hogar propio, del hogar de siempre. Debemos sentir deseos de encontrarnos a solas con el Señor, para descargar en Él todo el dolor experimentado al comprobar las flaquezas, los errores, las imperfecciones, los pecados, tanto al desempeñar nuestros deberes profesionales como en la relación con los demás, en la actividad apostólica, en la misma vida de piedad. A la Confesión vamos, a que nos perdone quien está en lugar de Dios y haciendo sus veces. La acusación de los pecados no consiste en la simple declaración de los mismos, porque no se trata de un relato histórico de las propias faltas, sino de una verdadera acusación de ellas: Yo me acuso de... Es, a la vez, una acusación dolorida de algo que desearíamos que no hubiese ocurrido nunca, y en la que no caben las disculpas con las que disimular las propias faltas o disminuir la responsabilidad personal. Señor..., por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
San Josemaría Escrivá, aconsejaba que la Confesión fuese concisa, concreta, clara y completa.
Confesión concisa, de no muchas palabras: las necesarias para decir con humildad lo que se ha hecho u omitido, sin extenderse innecesariamente, sin adornos.
Confesión concreta, sin divagaciones, sin generalidades. El penitente declara sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus faltas para que el confesor pueda juzgar, absolver y curar.
Confesión clara, para que nos entiendan, declarando la entidad precisa de la falta, poniendo de manifiesto nuestra miseria con la modestia y delicadeza necesarias.
Confesión completa, íntegra. Sin dejar de decir nada por falsa vergüenza, por “no quedar mal” ante el confesor.
Revisemos si al prepararnos, en cada ocasión, para recibir este sacramento procuramos que lo que vamos a decir al confesor tenga estas características anteriormente descritas.
La Iglesia nos recuerda precisamente en este período la necesidad inderogable de la Confesión sacramental, para que todos podamos vivir la resurrección de Cristo no solo en la liturgia, sino también en nuestra propia alma. La Confesión sincera de nuestras culpas deja siempre en el alma una gran paz y una gran alegría. La tristeza del pecado o de la falta de correspondencia a la gracia se torna gozo.