Rebecca Thompson cayó dos veces del puente sobre el cañón Fremont. Murió en ambas ocasiones. La primera caída le destrozó el corazón; la segunda le rompió el cuello.
Sólo tenía dieciocho años de edad cuando ella y su hermana de once años fueron raptadas por un par de malhechores cerca de un almacén en la ciudad de Casper en el estado de Wyoming. Llevaron a las muchachas a unos sesenta y cinco kilómetros hacia el sudoeste de la ciudad, hasta el puente sobre el cañón Fremont, una estructura de vigas de acero de un carril que se elevaba a unos treinta y cinco metros sobre el río North Platte.
Los hombres golpearon y violaron brutalmente a Rebecca. Ella de alguna forma los convenció para que no le hicieran lo mismo a su hermana Amy. Cuando consumaron su propósito ambas fueron arrojadas desde el puente hacia el estrecho desfiladero. Amy murió cuando cayó sobre una roca cerca del río, pero Rebecca se golpeó duramente contra un saliente y rebotó cayendo en aguas más profundas.
Con la cadera fracturada en cinco lugares, alcanzó con gran dificultad la orilla. Para proteger su cuerpo del frío se metió entre dos rocas y aguardó allí la llegada del amanecer.
Pero ese nuevo día nunca llegó para Rebecca. Por supuesto que el sol salió y la hallaron. Los médicos trataron sus heridas y la corte mandó a prisión a sus atacantes. La vida continuó pero nunca volvió a llegar el amanecer para ella.
La oscuridad de su noche de terror tardó mucho en desaparecer. Nunca en realidad pudo salir de este desfiladero. Así que en septiembre de 1992, diecinueve años después de haber ocurrido el incidente, volvió al puente.
A pesar de las súplicas de su novio, condujo su automóvil a ciento quince kilómetros por hora hasta el río North Platte. Estando a su lado su hija de dos años y su novio, se sentó al borde del puente sobre el cañón Fremont y lloró. A través de sus lágrimas volvió a relatar la historia. El novio no deseaba que la niña viese llorar a su madre, de manera que la llevó hasta el auto.
Fue en ese momento que oyó que su cuerpo se estrellaba contra el agua.
Fue en esa ocasión que Rebecca Thompson murió su segunda muerte. Nunca llegó a salir el sol tras la oscura noche de Rebecca. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que eclipsó la luz de su mundo?
¿Temor? Quizás. Había testificado contra los hombres señalándolos ante la corte. Uno de los asesinos se había burlado de ella sonriendo y deslizando su dedo cruzando sobre el cuello. El día de su muerte se estaba considerando la posibilidad de otorgarles la libertad condicional. Tal vez el temor a un segundo encuentro con los criminales era demasiado grande para poder soportarlo.
¿Sería el enojo? ¿Enojo hacia sus violadores? ¿Enojo hacia el comité que decidía la libertad condicional? ¿Enojo hacia ella misma por las mil caídas y mil pesadillas que siguieron? ¿O enojo hacia Dios por un desfiladero que creció en profundidad, una noche que se volvió aún más tenebrosa y por un amanecer que nunca llegó?
¿Sería la culpa? Algunos piensan que así fue. A pesar de la sonrisa atractiva y la personalidad agradable de Rebecca, sus amigos dicen que luchaba con el hecho desagradable de que había sobrevivido mientras que su pequeña hermana no.
¿Sería la vergüenza? Todas las personas que conocía y miles que no conocía habían escuchado los humillantes detalles de su tragedia. El estigma era tatuado con tinta de diario a mayor profundidad con cada titular que salía impreso. Había sido violada. Había sido avergonzada. Y por más que intentara sobrevivir y sobreponerse a la memoria… Nunca podría hacerlo.
Así fue que diecinueve años más tarde volvió al puente.
Los cañones de vergüenza son profundos. Los desfiladeros de culpa no tienen fin. Las paredes son adornadas con tonalidades verdes y grises de muerte. Ecos interminables de gritos. Tápese los oídos. Tírese agua a la cara. Deje de mirar hacia atrás. Por más que intente sobreponerse a las tragedias del ayer… Los tentáculos son más largos que su esperanza. Le hacen retroceder hasta el puente de las tristezas para ser avergonzado una y otra vez.
Si fuese por una falta suya el caso sería distinto. O si se debiera a su culpa, en ese caso pudiera pedir disculpas. Si la caída al cañón hubiera sido a causa de un error suyo, podría responder. Pero no fue un hecho voluntario. Usted fue una víctima.
En ocasiones su vergüenza es privada. Puede ser impulsada más allá del límite tolerable por un cónyuge abusivo. Molestado por un padre (o una madre) pervertidos. Seducido por un jefe aprovechador. Nadie más lo sabe. Pero usted lo conoce. Y eso es suficiente.
En ocasiones la vergüenza es pública. Usted ha sido manchado por un divorcio que no deseaba. Contaminado por una enfermedad que no esperaba. Marcado por una incapacidad que usted no creó. Ya sea que en realidad esté ante sus ojos o sólo en su imaginación, debe lidiar con el asunto, ha sido rotulado: divorciado, inválido, huérfano, paciente de SIDA.
La vergüenza siempre es dolorosa ya sea privada o pública y si no se enfrenta a ella será permanente, de manera que si no consigue ayuda… El amanecer nunca llegará.
No se sorprenda cuando digo que hay Rebeccas Thompson en cada ciudad y puentes Fremont en cada pueblo. También existen muchas Rebeccas Thompson en la Biblia. De hecho hay tantas que casi pareciera que las páginas de las Escrituras están hilvanadas con sus historias. Conocerá muchas en este libro. Cada una de ellas está familiarizada con el duro piso del desfiladero de la vergüenza.
Pero hay una mujer cuya historia las representa a todas. Una historia de fracaso. Una historia de abuso. Una historia de vergüenza.
Y a la vez una historia de gracia.
Allí se encuentra ella. La mujer está parada en el centro del círculo. Los hombres que la rodean son líderes religiosos. Fariseos es como les llaman. Autodenominados guardianes de la conducta. El otro hombre, el de las vestiduras sencillas, el que está sentado en el suelo, el que está mirando al rostro de la mujer, es Jesús.
Jesús ha estado enseñando.
La mujer ha estado engañando.
Y los fariseos tienen la intención de detenerlos a ambos.
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio» ( Juan 8.4 ). La acusación retumba en las paredes que rodean el lugar.
«Sorprendida en el acto mismo de adulterio». Las palabras por sí solas bastan para hacerle sonrojar. Puertas que se abren con un golpe. Mantas que son quitadas de un tirón.
«En el acto». En los brazos. En el momento. En el abrazo.
«Sorprendida». ¡Anjá! ¿Qué tenemos aquí? Este hombre no es tu marido. ¡Ponte algo de ropa! ¡Sabemos qué hacer con las mujeres como tú!
En un abrir y cerrar de ojos es arrancada de la pasión privada y lanzada al espectáculo público. Las cabezas se asoman por las ventanas al avanzar por las calles el grupo que la va empujando. Los perros ladran. Los vecinos se dan vuelta. La ciudad observa. Sujetando el delgado manto que rodea sus hombros, esconde su desnudez.
Pero sin embargo, nada puede esconder su vergüenza.
Desde este instante en adelante será conocida como la mujer adúltera. Cuando vaya al mercado las mujeres susurrarán. Cuando pase, las cabezas girarán. Cuando se mencione su nombre la gente la recordará.
Las faltas morales son fáciles de recordar.
Sin embargo, la injusticia mayor pasa inadvertida. Lo que hizo la mujer es vergonzoso pero lo que hicieron los fariseos es despreciable. De acuerdo con la ley el adulterio era castigado con la muerte, pero sólo si dos personas eran testigos del acto. Debía haber dos testigos oculares.
Pregunta: ¿Cómo pueden dos personas ser testigos de adulterio? ¿Qué posibilidad hay de que descubran un hecho de adulterio en una mañana común? Esto difícilmente ocurre. Pero dado el caso de que sucediera, lo más probable es que no sea una coincidencia.
De manera que nos preguntamos: ¿Durante cuánto tiempo estuvieron los hombres espiando por la ventana antes de forzar la entrada? ¿Por cuánto tiempo se escondieron detrás de la cortina antes de revelar su presencia?
¿Y qué del hombre? El adulterio requiere que haya dos participantes. ¿Qué le sucedió? ¿Pudiera ser que se hubiera escapado?
Las evidencias dejan poco lugar a la duda. Era una trampa. La mujer ha sido atrapada. Pero pronto se dará cuenta de que ella no es la presa… Sino sólo la carnada.
«En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?» (v. 5 ).
Bastante engreído estaba este comité de elevada ética. Demasiado orgullosos de sí, estos agentes de la justicia. Este será un momento recordado por ellos durante mucho tiempo, la mañana en que superen y hagan caer al poderoso nazareno.
¿Qué parte cumple la mujer? La verdad es que ella es de poca importancia. Un simple peón en su juego. ¿Su futuro? No tiene mayor trascendencia. ¿Su reputación? ¿A quién le interesa si queda arruinada? Ella es una parte necesaria y a la vez desechable de su plan.
La mujer mira fijamente el suelo. Su cabello transpirado cuelga. Sus lágrimas gotean calientes por el dolor. Sus labios estirados, su mandíbula contraída. Sabe que ha sido víctima de una estratagema. No es necesario que levante la vista. No hallará bondad. Ella observa las piedras que llevan en sus manos. Están tan tensamente apretadas que las puntas de los dedos se tornan blancas.
Considera la posibilidad de poder salir corriendo. ¿Pero hacia dónde? Podría declarar que ha sido víctima de malos tratos. ¿Pero ante quién? Pudiera negar el acto pero la han visto. Tal vez pudiese suplicar misericordia, pero estos hombres no la tienen.
La mujer no tiene a quien recurrir.
Uno pudiera suponer que Jesús se pondría de pie para proclamar su juicio sobre los hipócritas. Pero no lo hace. Uno desearía que les arrebatara a la mujer y que ambos fuesen teletransportados a Galilea. Tampoco eso es lo que sucede. Pudiera imaginarse que un ángel descendería, que el cielo hablaría o que la tierra se sacudiría. Sin embargo, nada de eso ocurre.
Una vez más su jugada es sutil.
Pero nuevamente su mensaje es inconfundible.
¿Qué hace Jesús? (Si lo sabe, finja que lo ignora y sorpréndase.)
Jesús escribe en la arena.
Se inclina y dibuja en la tierra. El mismo dedo que grabó los mandamientos en la cima del Sinaí y escribió la advertencia sobre la pared de Belsasar, ahora hace garabatos en el suelo. Y mientras escribe dice: «El de vosotros que esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (v. 7 ).
Los jóvenes miran a los ancianos. Los ancianos ven dentro de sus corazones. Son los primeros en dejar caer sus piedras. Y al darse vuelta para alejarse lo único que se escucha es el sonido sordo de las piedras al caer y el movimiento de los pies.
Jesús y la mujer quedan a solas. Habiéndose retirado el jurado, la corte se convierte en la cámara del juez y la mujer aguarda su veredicto. Seguramente está elaborando un sermón. Sin duda le exigirá que pida perdón. Pero el juez no habla. Su cabeza está inclinada hacia abajo, tal vez sigue escribiendo en la arena. Parece sorprendido al darse cuenta de que aún permanece allí.
«Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?»
Ella responde: «Ninguno, Señor».
Entonces Jesús dice: «Ni yo te condeno; vete y no peques más» (vv. 10–11 ).
Si alguna vez se ha preguntado cómo reacciona Dios cuando usted falla, ponga un marco a estas palabras y cuélguelas de la pared. Léalas. Estúdielas. Beba de ellas. Párese debajo de ellas y permita que se derramen sobre su alma.
O mejor aún llévelas con usted al desfiladero de su vergüenza. Invite a Cristo a viajar con usted hasta el puente Fremont de su mundo. Permítale que se pare a su lado mientras le vuelve a relatar los eventos de las noches más oscuras de su alma.
Y luego escuche. Escuche con atención. Él está hablando.
«Yo no te condeno».
Y observe… Con mucha atención. Él está escribiendo. Está dejando un mensaje. No en la arena sino sobre una cruz.
No con su mano sino con su sangre.
Su mensaje consta de dos palabras: No culpable.