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“Lo experimenté, escribió el cardenal Nguyen Van Thuan: en la prisión, todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. En aquellos días, en aquellos meses muchos sentimientos confusos me enredaban la mente: tristeza, miedo, tensión...”
Si logramos salir un breve instante de nuestras ocupaciones y pensamos en las palabras del cardenal Nguyen, quizá logremos entrar en el corazón de algún hombre o mujer que se encuentran en una cárcel física o encerrado en alguna prisión del alma. Quizá podemos visitarle desde nuestro corazón con una oración, con un recuerdo o, ¿por qué no?, con una visita física.
Para un cristiano, visitar a los presos, no es un acto de justicia, ni un mero hecho filantrópico. Visitar un preso es un genuino acto de caridad revestido con un adorno especial que llamamos misericorida. Ser misericordioso es más que un sentido de simpatía, exige una entrega del corazón y de la inteligencia para compadecerse de las miserias ajenas: las obras de misericordia son las manos de la caridad.
Cristo, en este mundo, padece frío, hambre, soledad, tristeza, en la persona de todos los encarcelados, como dijo él mismo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25,40). No podemos apartar nuestro pensamiento del sufrimiento y soledad de los prisioneros, pues estaríamos alejando la mirada de Jesucristo escondido en ellos.
“Acuérdense de los que están presos, como si ustedes mismos estuvieran también con ellos en la cárcel. Piensen e los que son maltratados, pues también ustedes tienen un cuerpo que puede sufrir”. (Carta a los Hebreos, 13, 3).
¡Vence el mal con el bien!