El corazón puede endurecerse. Los ojos, entonces, pierden la capacidad de ver lejos, de mirar adentro. El alma llega a vestirse con una costra de dureza, de indiferencia, de apatía, de desamor, de críticas enfermizas.
¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es la trayectoria que lleva a la dureza de corazón? ¿Qué escamas cubren mis ojos o tapan mis oídos?
Los golpes de la vida, las ambiciones, los rencores, las envidias, los deseos de placer y de comodidad, las perezas, los orgullos, endurecen el alma hasta extremos insospechados.
Frente al mal que nos rodea, frente a las pasiones que surgen desde dentro, necesitamos aire puro, ideales nobles, enseñanzas llenas de dulzura y de amor auténtico, para romper corazas de indiferencia, para abrir horizontes de ternura, para aprender a ver “con los ojos de Cristo” (cf. Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est”, n. 18).
Es entonces cuando veo que necesito acercarme a Ti, Dios mío, para preguntarte: ¿qué ves que yo no veo?
Sólo Tú puedes sacarme del abismo del pecado. Sólo Tú puedes quitar las escamas de mis ojos. Sólo Tú puedes enseñarme a vivir como los niños, para entrar un poco, ya en esta vida, en el Reino de los cielos (cf. Mt 18,2-4).
En este día, con sus prisas, con sus pausas, con sus momentos exaltantes y con sus angustias, necesito escuchar tus palabras, abrirme a tu luz, dejarme curar.
Entonces seré capaz de ver de modo diferente, de mirar como Tú a los hombres, al mundo, a mí mismo. Sentiré que la misericordia es la palabra que más ayuda. Me dejaré transformar según tu Corazón, manso y humilde. Descubriré horizontes de belleza y de esperanza, porque empezaré a verlo todo, un poquito, como Tú.
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