Peca el que menosprecia a su prójimo; mas el que tiene misericordia de los pobres es bienaventurado. Proverbios 14:21.
El hombre de barba blanca y ropas viejas espera en silencio. La espera se hace larga, y ya está anocheciendo. Hace meses que se reúne con los otros mendigos de la ciudad a fin de recibir un plato de sopa, que una señora caritativa sirve a los indigentes. Aquella esquina de Humboldt y La Ensenada se ha convertido en la esquina salvadora de personas como él que, si no fuese por el amor de aquella señora, dormirían con hambre. El desconocido pasa la mano por su barba, y parece inquieto. Nunca antes había tenido que esperar tanto. No es impaciencia ni enfado sino, más bien, la extraña sensación de que la mujer no vendrá; de que no volverá; de que se ha ido para siempre, y que los pobres de la plaza volverán a tener hambre en las noches frías de aquella ciudad sin alma. Tres días después, cuando las sombras de la noche aprisionan de nuevo a la metrópoli, aparecen dos jóvenes, trayendo el perol de sopa. Los mendigos gritan de alegría, y aplauden; el hombre de barba blanca y ropas viejas, no. Se queda parado, observando, casi confirmando su presentimiento. Algo terrible ha pasado. Puede intuirlo... Los jóvenes confirman la mala noticia: Doña Ana, la buena señora, ha muerto. Los jóvenes son sus hijos, y aseveran que descansó con una sonrisa en los labios; pero que, antes de morir, les suplicó que no se olvidasen de llevar la sopa a los pobres. "El que tiene misericordia de los pobres es bienaventurado", declara el texto de hoy. Bienaventurado significa "feliz". No existe felicidad más grande que extender la mano al que necesita. Una vida centralizada en las propias necesidades es como pozo de agua sin salida: en poco tiempo, acaba malográndose. Haz de este un día de amor y de generosidad. Sé un manantial: brota y corre para regar los corazones tristes. Sé como el trigo: aunque tengas que desaparecer en la tierra, que tus obras renazcan en una espiga llena, para continuar siendo una bendición, porque: "Peca el que menosprecia a su prójimo; mas el que tiene misericordia de los pobres es bienaventurado".
Acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo. 1 Tesalonicenses 1:3.
Una vez más, Bernardo dejó que se marchara; en realidad, siempre la había dejado ir, desde que la conociera. Siempre había estado tan ocupado, como para intentar conocerla. No es que no lo hubiese querido hacer; no, no era eso. Era la vida, la agitación propia de un mundo en el cual quien no camina ligero come el polvo de los que van adelante. Lo que le dolía era que Estela no era la primera esposa que perdía; ya era la tercera vez que fracasaba. Lo que él llamaba amor era apenas el sentimiento romántico que desaparece con el tiempo. El versículo de hoy habla de la constancia, como característica de la vida madura de un cristiano. Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, destaca tres frutos que aparecen en la vida de un cristiano que pasa tiempo conociendo al Señor Jesús: fe, amor y esperanza. La fe que el apóstol menciona no es solamente el asentimiento intelectual a una doctrina, sino la experiencia que obra, que produce y que se exterioriza en acciones. Un asentimiento intelectual sin acciones no es fe; por lo menos, no desde el punto de vista bíblico. La segunda característica es el amor, no simplemente como declaración romántica floreada de palabras bonitas, sino como un principio que se manifiesta en dedicación, renuncia y entrega a Dios y a los semejantes. Y, finalmente, la esperanza. No solo como el deseo de que suceda algo de bueno en el futuro, sino como la actitud constante de creer en Dios, aunque las circunstancias nos empujen a dudar del amor de Dios y del cumplimiento de sus promesas. Estas características solo aparecen en la vida de la persona que separa todos los días tiempo para pasar con Jesús. Los matrimonios de Bernardo fracasaron porque, aunque casado, no se daba tiempo para conocer a la persona amada. Sin conocimiento, no existe confianza; y sin confianza, no puede haber ni fe, ni amor, ni esperanza. Por eso, no salgas hoy para los embates del día sin la seguridad de que te tomaste tiempo para conocer a Jesús. Sé como los tesalonicenses, a quienes Pablo les dijo: "Acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo".
Que Dios te bendiga
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