Sabemos bien que Jesús, en su paso por este mundo, nos dejó los fundamentos de la Iglesia. Por ejemplo cuando en aquella noche de Jueves Santo nos legó dos Sacramentos: la maravilla de Su Presencia real y viva en la Eucaristía, y el Sacramento del Orden Sacerdotal.
Sin embargo, Jesús mismo anunció entonces que era necesario que El partiera, para que viniera Quien iba a continuar e impulsar la construcción de la Iglesia. Fue así que en Pentecostés el Espíritu Santo descendió y dio fortaleza, dirección y consuelo a los que fueron padres de la Iglesia primitiva. De un puñado de mujeres y hombres, surgió así el cristianismo como el gran fenómeno que conmovió y transformó la historia de la humanidad. Por eso, y si bien muchas cosas se han dicho del Espíritu Santo, hoy los invito a que lo admiremos y adoremos como El Divino Constructor.
Jesús nos dejó los Evangelios como sostén de nuestra fe, Su Palabra, la Revelación Pública que nos dice todo lo que necesitamos. Pero fue la acción del Espíritu Santo la que fue guiando poco a poco, a través de los impredecibles caminos de la historia, a aquellos que valientemente dieron sus vidas en nombre de Jesucristo, el Salvador. ¿Cómo es que supieron ellos lo que debían hacer? ¿De donde sacaron la fortaleza necesaria?
Sin dudas que es el Espíritu Santo el Divino Constructor de la Iglesia, paso a paso, logro tras logro. Y ha sido una construcción contrastada por la acción destructora de quienes desde dentro y desde fuera, inspirados por otro espíritu no particularmente santo, trataron de demoler lo construido.
Un momento crucial que debemos meditar en esta historia, ocurrió en la Porciúncula, en Asís. Allí San Francisco miró el Crucifijo que aún colgaba de aquella capilla destruida, y escuchó la Voz de Jesucristo Crucificado que le dijo: “Reconstruye Mi Iglesia”. Algo aconteció allí que cambió el curso de la historia, cuando Dios decidió revelar al Hombre un pedido concreto, una misión imposible para Francisco, pero posible para Dios.
Varias conclusiones se desprenden de esta revelación del Señor al joven de Asís:
La primera es que Dios interviene en forma directa en la historia, revelando Su Voluntad a almas elegidas, como fue la de Francisco. A pesar de que todo ha sido ya revelado a través de las Sagradas Escrituras, resulta evidente que Dios considera conveniente el seguir hablando al hombre, a través de Sus mensajes a santos y místicos que se cuentan por cientos, siglo tras siglo, en la tradición de la Iglesia.
La segunda conclusión es que, ante el pedido de Jesús a Francisco, resulta obvio que si había algo para reconstruir, es que algo estaba siendo destruido. La Iglesia estaba en un muy mal momento histórico, con malas costumbres divulgándose entre muchos de sus pastores, con desviaciones del propósito que El Constructor había impregnado en las piedras que se apilaron en el diseño original del edificio. Y Dios quiso que Francisco, desde la nada, reconstruyera en base a los planos originales, los planos del Autor.
La tercera conclusión es que Jesús no le dice a Francisco: “oye, mi Iglesia está siendo destruida, ve y construye otra”. Jamás Dios pediría o inspiraría eso a alma alguna. En siglos pasados algunos hombres de la Iglesia, horrorizados ante la corrupción de algunos pastores, incurrieron en el abominable error de crear su propia iglesia en lugar de luchar desde dentro como Dios espera. El Constructor quiere que reconstruyamos, no que nos vayamos de Su Casa.
La cuarta conclusión es que Dios literalmente hizo Su obra en Francisco, interviniendo por medio de El Divino Constructor, el Espíritu Santo que luego del pedido original de Jesús en la Porciúncula, guió a este miserable enamorado de la amada pobreza, hasta producir un estallido de luz que iluminó la noche de la Iglesia. ¿Qué duda cabe de que sin la ayuda de El Divino Constructor, a ningún puerto hubiese llegado la loca odisea de Francisco?
El Divino Constructor, de este modo, trabaja en base a la santidad y a la acción iluminada de los santos. Tomás de Kempis puso en Boca del Señor estas palabras (Kempis, libro III, cap. 58): “Yo soy el Creador de todos los santos; Yo les di la Gracia, Yo los llevé a la Gloria. He conocido a mis amados antes de los siglos, y los he elegido del mundo y no fueron ellos los que me eligieron a Mi (Jn. 15,16.19). Los he llamado con mi Gracia y atraído con Mi Misericordia y los he llevado a través de muchas tentaciones. Les infundí consuelos admirables, Les di la perseverancia y coroné su paciencia”.
Así, el Constructor sigue edificando, mientras otros se esfuerzan en demoler. El Espíritu Santo es Quien nos llena de santas inspiraciones en la forma de invitaciones a poner manos a la obra y reconstruir, piedra por piedra, lo que otros destruyen. No debemos desanimarnos, porque es Él quien guía la obra. Por más que veamos la eficiente demolición de algunos cercanos, y otros lejanos, no temamos, porque el Divino Constructor no permitirá que Su Casa caiga, jamás. Esto es una verdad revelada, parte central de nuestra fe: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré Mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:13-18).
Mientras tanto, pidamos al Señor intensamente para que la Iglesia viva un siglo de santos, de santidad. Necesitamos más sacerdotes santos, y laicos también. Necesitamos más santidad, y es Dios quien debe darnos esa Gracia, pero muy especialmente debemos ser nosotros dignos de ese don, ya que todos estamos llamados a la santidad. ¿Quieres, realmente y de corazón, la santidad?
|