Cada vez que veía fotos de hombres lanzándose desde un avión, el joven sentía la necesidad interior de estar entre ellos. Quería ser paracaidista.
-¿Por qué ellos sí y yo no? -se decía.
Lo primero que hizo fue conseguir un instructivo sobre diversos tipos de paracaídas. Después inició y concluyó un estudio comparativo de aviones modernos. Como se dio cuenta de que ignoraba muchas cosas, decidió estudiar también un master en caída de cuerpos, atracción de masas y fricción. Concluyó su preparación con un año de estudios meteorológicos y movimientos de corrientes de aire.
Por fin, cuando se sintió preparado, eligió cuidadosamente el avión. Era un bimotor que aún seguía en uso y tenía buen aspecto.
Al despegar le dijo al piloto que se dirigiera al punto que, ya antes, le había señalado en el mapa con una regla y un compás. El momento se acercaba y al elevarse el avión, el joven sentía más y más el vértigo entusiasmante de volar.
Por fin, cuando se encontraban a la altura perfecta se levantó del asiento, abrió la escotilla y sintió el viento helado en la cara. Permaneció allí unos instantes llenando los pulmones con el puro azul del cielo...
Pero no saltó.
Cerró la escotilla y mandó aterrizar. Había olvidado que para saltar hace falta una cosa más. Ser un valiente.
Conozco a quienes pasan la vida preparándose para orar; buscan métodos de oración novedosos y consejeros de todo tipo pero, llegado el momento, no hablan con Dios. Y es que para hablar con Dios hay que ejercitar la fe y olvidan que para vivir de fe hace falta... ser un valiente; o sea, pedirla.
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