Fray Jacinto era otro cuando llegaba una tormenta y llovía a
cántaros. Su corazón se expandía como esponja. Daba una y otra vez
gracias a Dios al contemplar sin cansarse cómo las gotas rebotaban en
tejados y terrazas, cómo bajaban alegre por cañerías y caminos, cómo
dejaban empapados campos y ventanas.
Fray Bernardo, en cambio,
amaba intensamente los días de Sol. Su corazón se abría con una sonrisa
inmensa cuando contemplaba el cambio de colores del cielo por la mañana,
mientras se levanta aquella estrella que calienta los campos, que hace
cantar a los jilgueros y a los mirlos, que da un color vivo a las flores
y los árboles. Desde lo más profundo de su alma agradecía a Dios por
cada jornada llena de luz y de alegría.
Era frecuente que fray Jacinto sintiese cierta pena cuando la lluvia tardaba en llegar. Rezaba una y otra vez
para que el cielo abriese sus compuertas y las aguas llegasen nuevamente a fecundar la tierra.
También
era habitual que fray Bernardo sintiese una cierta congoja y opresión
interior cuando un día sí y otro también el cielo parecía de plomo y el
Sol permanecía secuestrado entre nubes amenazadoras.
Cuando
hablaban entre sí, se hacía patente las perspectivas tan diferentes que
tenían fray Jacinto y fray Bernardo. Incluso a veces, medio en broma y
no tan en broma, fray Jacinto reprochaba a fray Bernardo el que la
lluvia se hiciera esperar, o fray Bernardo encaraba a fray Jacinto por
rezar tanto por la lluvia y porque era “muy escuchado” por el Padre de
los cielos.
Un buen día, los dos se dieron cuenta de que lluvia o Sol, agua o calor, vientos o bonanza, todo procedía de Dios.
Era
Dios quien establecía cuándo y cómo llegaba el
“buen tiempo” o empezaban las lluvias. Era Dios el que ponía un límite a
las aguas y el que adornaba las nubes con un arco iris presagio de paz y
de luminosidad. Era Dios el que permitía días o semanas de prueba,
cuando la sequía dejaba campos y bosques en angustias, o cuando las
lluvias torrenciales desbordaban ríos y provocaban avalanchas de barro
en las colinas.
Así, sencillamente, los dos frailes aprendieron
que un gusto personal no puede condicionar el querer divino, y que Dios
sabe lo que es mejor en cada momento para sus hijos, aunque no siempre
los hombres lo comprendamos ni lo que ocurre encaje con nuestros deseos.
Desde
entonces, su oración no era pedir una y otra vez la deseada lluvia
(fray Jacinto), o suplicar que las nubes huyeran lejos para dejar al Sol
el cielo abierto (fray Bernardo). Empezaron a pedirle al Señor que, si
era su Voluntad, bendijese y acompañase a sus
creaturas, hombres y jazmines, liebres y alcornoques, con su Bondad
infinita y misteriosa. Esa Bondad sabe darnos siempre lo que más nos
conviene, aunque no siempre sea lo que deseamos. Si, además, Dios hace
que alternan días de lluvia y días de sol, pues los dos contentos y
agradecidos...
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