Leemos en el Salmo 14:1 “Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen obras despreciables, no hay quien haga lo bueno”.
Se dice que en las trincheras, y yo digo, al borde de la muerte y de la desesperación, no hay ateos. Recopilo esta reflexión para no renegar de lo que creemos.
Un ateo, mientras caminaba a través de la selva, sonriendo ante la belleza que había a su alrededor, pensó: Qué milagros de la naturaleza han creado los poderes de la evolución. En ese momento, oyó un murmullo cerca del río. Fue a investigar y vio que un enorme oso pardo estaba destruyendo el camino hacia él.
El hombre empezó a correr como un rayo y, cuando tuvo coraje para darse la vuelta, vio que el oso lo estaba alcanzando. Trató de retomar sus pasos, pero tropezó y cayó al suelo. Mientras trataba de levantarse, el oso saltó sobre su pecho y levantó una pata para aporrearlo. El ateo gritó: ¡Ay, Dios mío! El tiempo se detuvo. El oso se congeló. La selva estaba en silencio y hasta el río paró de moverse. Una luz blanca brilló sobre el hombre y una voz resonó desde el cielo:
Haz negado mi existencia durante todos estos años, has enseñado que no existo y abonas la concepción a un accidente cósmico. ¿Esperas que te ayude en esta situación?¿Puedo contarte como un creyente? El ateo miró hacia la luz y dijo: Sería hipócrita de mi parte si de repente te pidiese que me tratases como a un católico, pero quizás podrías volver católico al oso.
La luz se fue, el río comenzó a andar y los sonidos de la selva se reiniciaron. Entonces, el oso bajó su pata derecha, puso sus dos patas juntas, inclinó su cabeza y dijo: Te doy gracias Señor, por el alimento que voy a recibir. Y se lo comió. Moraleja: Es insensatez negar a Dios.
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