“Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Verdad manifiesta cuando se extravían las llaves. No nos interesamos por esos pedazos de metal dorado o plateado, sino hasta que nos damos cuenta de que los hemos perdido. Cuando las tenemos abrimos mecánicamente puertas, coches, vitrinas, armarios, cajones, cajas fuertes y demás cosas que estimamos.
Nos duele perder las llaves porque sin ellas se obstaculiza nuestro acceso a algo que es “de nuestra propiedad”. La llave ha llegado a ser un signo de aquello que encierra. “La llave de mi casa, de mi coche, de mi oficina”.
En la antigüedad confiar las llaves era el símbolo de delegar una autoridad, un signo de compromiso, una muestra de confianza, un gesto de responsabilidad. El siervo que recibía las llaves del amo era el de máxima confianza, el de mayor virtud y fidelidad.
Luego surgió el término de “amo de llaves” (si bien su forma más empleada es la femenina), para designar al hombre que disponía de los bienes de la casa según su prudente juicio, algo así como nuestro actual “administrador”. Para conocer el rango o importancia de uno de estos sujetos bastaba echar una mirada a la cantidad de llaves que cargaban y la clase de puertas que abrían. Muchas llaves o llaves grandes: gran responsabilidad.
Qué duda cabe que en la amistad sucede algo parecido. Sin recurrir a formas poéticas muy elaboradas, podemos afirmar con sencillez que en un amigo (esa otra mitad de nuestra alma) hemos depositado la llave de nuestro corazón. Nadie nos conoce mejor que un amigo, en nadie se confía más que en un amigo. Nadie está más pronto a escucharnos y darnos consejo. “La pena que se comparte con un amigo es un descanso”, decían los persas.
Pero nosotros no sólo tenemos amigos: también somos amigos de otras personas, ¿qué uso le damos a esta llave? Alguien confía en nosotros, como nosotros confiamos en otras personas. Puede angustiarnos mucho haber extraviado una llave importante. Es una pena mayor llenar de herrumbre el corazón oxidando una amistad.
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