Dónde Encontramos a Dios... La Invocación más profunda
Palabras de inspiración para quienes se encuentran desorientados en su búsqueda de Dios.
"¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios! Yo iría hasta su silla. Expondría mi causa delante de él, Y llenaría mi boca de argumentos".
Job 3:4
"En medio de su extrema adversidad, Job clamó al Señor. El deseo vehemente de un hijo afligido de Dios es ver el rostro de su Padre una vez más.
Su primera oración no es, '¡oh, que pudiera ser curado de la enfermedad que ahora encona todo mi cuerpo!'. Ni siquiera es, '¡oh, que pudiese ver a mis hijos arrebatados de las fauces del sepulcro, y mi propiedad recuperada de las manos del despojador!'...
Mas su primer y más predominante clamor es '¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios! Yo iría hasta su silla'.
Los hijos de Dios corren a su hogar cuando se aproxima la tormenta. El instinto nacido del cielo de un alma que posee la gracia, es buscar refugio de todos los males bajo las alas de Jehová. 'El que ha hecho de Dios su refugio' podría servir como el distintivo de un verdadero creyente.
Un hipócrita, sin embargo, cuando siente que ha sido afligido por Dios, resiente el castigo, y, como un esclavo, quisiera huir del amo que lo ha flagelado. Pero no sucede así con el verdadero heredero del cielo. Él besa la mano que lo golpeó, y busca protegerse de la vara en el seno de ese mismo Dios que le miró con ceño.
Ustedes podrán observar que el deseo de comunión con Dios se intensifica cuando fracasan todas las otras fuentes de consuelo.
Cuando Job vio al principio a sus amigos a la distancia, pudo haber albergado una esperanza de que su amable consuelo y su compasiva ternura mitigarían la agudeza de su dolor; pero al poco tiempo que comenzaron a hablar, Job clamó en amargura: 'Consoladores molestos sois todos vosotros'.
Ellos pusieron sal en sus heridas, y derramaron combustible sobre la llama de su aflicción; agregaron la hiel de sus recriminaciones al ajenjo de sus dolores. Una vez anhelaron bañarse al sol de la radiante sonrisa de Job, y ahora se atrevían a cubrir de sombras su reputación, de manera poco generosa e inmerecida.
El patriarca se apartó de sus apesadumbrados amigos y miró a lo alto, al trono celestial, de la misma manera que el viajero se olvida de su cantimplora y se dirige con premura al pozo. Dice adiós a las esperanzas terrenales y clama: ' ¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!'.
Es además digno de observación que, aunque un buen hombre se apresura a Dios en su aflicción, y corre con mayor velocidad por causa del desamor de sus semejantes, sin embargo, algunas veces el alma que posee gracia, permanece sin la confortable presencia de Dios.
Este es el mayor de los dolores; el texto es uno de los grandes gemidos de Job, mucho más profundo que cualquier otro que hubiera proferido por causa de la pérdida de sus hijos y de su propiedad: '¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!'. La peor de todas las pérdidas es perder la sonrisa de mi Dios.
Job conoció de antemano un poco de la amargura del clamor de su Redentor: 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?'. La presencia de Dios siempre está con su pueblo en un sentido, en lo concerniente a sostenerlos secretamente, pero no siempre goza de su presencia manifiesta. Como la esposa del Cantar de Los Cantares, por las noches busca en su lecho al que ama, y no lo halla; y aunque se levante y recorra la ciudad no puede encontrarlo, y la pregunta puede repetirse una y otra vez: '¿Habéis visto al que ama mi alma?'.
"Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, Dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía; Pues ¿por qué había de estar yo como errante Junto a los rebaños de tus compañeros?".
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