Por amor, los varones hacemos cosas locas, ya solo por creer que existe. Y esas locuras se dividen en tres clases:
a) Las que se cometen para enganchar al ser amado, b) las que se hacen luego de haberlo conquistado, cuando a uno lo curte la sospecha de que la presa puede escapar, y c) cuando ya se las tomó y pretendemos inútilmente convencer a esa persona de que acaba de cometer el gran error de su vida.
Pero vayamos al principio. La primera extravagancia se presenta cuando hay que inventar una razón inexistente para entablar charla con esa mujer que nos gusta, y con la que no tenemos ni el menor vínculo. Como siete de cada diez hombres teme ser rechazado, algunos buscan consejo de amigos o compran un libro sobre cómo levantarse minas. Y tratan de seguir alguna receta que de resultado con “esa” justamente, intentando convertirse en el personaje que a ella le dilate las pupilas.
Luego, una vez que fueron a comprar las aspirinas de a una para hablar con la farmacéutica, o abrieron una caja de seguridad aunque sean más pobres que una langosta, nada más que para charlar con la empleada del banco, si logran, tartamudeo previo, invitarla a cenar, muchos tipos cometerán la locura de hipotecarse el sueldo llevándola a un restaurante carísimo, comprándole flores exóticas y hasta alguna prematura joya, para luego descubrir que a ella le encantan los vagos que no pueden pagarle un agua sin gas, y que se comportan como un cancherito de escuela secundaria.
Pero como el terrícola se caracteriza por chocar siempre con la misma piedra, vendrá luego el tatuaje con su nombre, la serenata de mariachis y el pedido de casamiento frente al río, mar o charco de cualquier especie. A partir de allí, algunos tipos responden a ese “si quiero” de ella con un “si, querida” por el resto de sus vidas, a cuanto antojo ella exprese. Y a partir de allí, por amor, hay quienes modifican su cuerpo, cambian de religión, lo dejan todo y viajan a otros países a empezar de nuevo siguiendo a su pareja, soportan malos humores, embargan sus bienes, se bancan sus amigos y cuñados, se contagian graves enfermedades, y algunos ¡hasta deben acompañar a su amada a un recital de Cheyenne!.
Finalmente, cuando se comprueba que nada es suficiente, cuando para el otro dejamos de brillar, al ver que se fue y se llevó hasta el abrelatas y el hilo de coser, entonces, le enviamos doscientos mil e-mails rogándole otra oportunidad, vamos a visitar a esa suegra a la que antes le echábamos insecticida, para que la convenza a la hija de volver con nosotros, le instalamos un pasacalle en la puerta de su edificio gritándole nuestro amor, y demás sandeces sin sentido y utilidad alguna.
Pero lo difícil es entender que uno solo intenta amarse a si mismo, y que busca a otro, un ideal, que se ocupe de esa tarea, mientras nosotros pretendemos hacer algo más importante. Y esto sí que es una verdadera locura.