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Una mirada a la muerte
Poco a poco me voy resignando a la idea de la muerte.
Comienzo a tener conciencia y a aceptar mi finitud.
Pero esta vez no para querer atajar el sufrimiento natural de la vida
sino como el acatamiento racional de un fenómeno
al que no se puede combatir y frente al cual no hay nada qué hacer.
Me queda la vejez e ignoro cuál será su decurso.
Sólo sé que lucharé por sobrellevarla de la mejor manera posible
con la placidez que el entorno me lo permita,
y con las comodidades a las cuales pueda acceder con mis recursos económicos.
¡Pero la muerte, sí, aunque no sea bienvenida!
¿Cómo negarla? ¿De qué manera huirle?
La muerte entera, a la que no solamente le rendimos el culto de nuestra vida
sino que le entregamos, nunca sabremos por qué,
los sacrificios de una antesala de vejez dolorosa y sufrida.
¡Ah, esta muerte implacable y caprichosa, esta muerte nunca ignorada,
esta muerte inconmovible, justa, injusta, oportuna y desatinada!
Y, ciertamente, hasta la misma muerte sería perdonada
con todo y su confusión y sinsentido
y caos, si no nos cobrase con sangre, sudor y lágrimas su arribo a ella.
Parecería ingenuo decirlo pero es cierto:
es preferible una muerte trágica pero rápida e inesperada,
a una vejez prolongada que no cesa de anunciarnos su visita.
Pero, en fin, que sea lo que la madre natura quiera lo que la naturaleza decida.
Por alguna razón, no importa cuál, estamos en sus manos.
Así, decía alguien, la memoria de la muerte nos proporciona un raro deleite.
El hombre es ser para la muerte porque es el único animal que sabe que muere.
La vida tiene sentido porque tenemos conciencia de la muerte.
Si fuéramos eternos, nos moriríamos de aburrimiento.
Es lo que pone en relieve, sin piedad alguna, Simone de Beauvoir, en su novela
Todos los hombres son mortales.
Nadie, mortal, vivirá más allá de su límite.
Desde el instante que nacemos, estamos maduros y a tiempo para morir:
"cuando nací"
dijo Sócrates, "la naturaleza dictó en contra mía su sentencia de muerte".
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