Pasiones terrestres
Negra Vahíne, tu oscura trenza hacia tus pechos tibios baja con su perfume de amapolas, con su tallo que nutre la luz fosforescente, y miras melancólica cómo el clima te cubre de antiguas hojas, cuyo rey es sólo un soplo de la estación dormida en medio del viento, donde yaces ahora, inmóvil como el cielo, mientras sostienes una flor sin nombre, un testimonio de la desamparada primavera en que moras.
¿Conservará la sombra de tus labios el beso de Gauguin, como una terca gota de salmuera corroyendo hasta el fondo de tu infierno la inocencia -el obstinado y ciego afán de tu ser-; ya errante en la centella de los muertos, lejana criatura del océano...?
¿Dónde labra tu tumba el ácido marino? Oh Vahíne, ¿dónde existes ya sólo como piedra sobre arenas azules, como techo de paja batido por el trópico, como una fruta, un cántaro, una seta que pueblan los espíritus del fuego, picada por los pájaros, pura en la antología de la muerte...?
No una guirnalda de sonrisas, no un espejuelo de melosas luces, sino una ley furiosa, una radiante ofensa al peso de los días era lo que él buscaba, junto a tu piel, junto a tus chatas fuentes de madera, entre los grandes árboles, cuando la soledad, la rebeldía, azuzaban en su alma la apasionada fuga de las cosas. Porque ¿qué ansía un hombre sino sobrepujar una costumbre llena de polvo y tedio?
Ahora, Vahíne, me contemplas sola, a través de una niebla azotada por el vuelo de tantas invisibles aves muertas. Y oyes mi vida que a tus pies se esparce como una ola, un término de espumas extrañamente lejos de tu orilla.
Enrique Molina
10.11.10 |