Rana Dendrobates truncatus observada en la selva. Se encuentran entre las hojas secas en el piso y en los árboles. FOTO: Edwin Bustamante
Bahía Solano. La pertinaz lluvia del verano chocoano no es el mejor anuncio para comenzar el día. Son las 6 y 55 y se inicia la caminata para encontrar la aguja en el pajar: ranas de cuatro centímetros en la espesura de la selva.
La lancha queda atrás en playa Mecana. Antonio Junampia Quiro, indígena embera que conoce el bosque y sus miles de secretos encabeza la marcha. En fila india prosiguen Joaquín Lozano, español y Armin Reiss, alemán, venidos a ver en su hábitat su gran pasión: los pequeños anfibios. Detrás, María Victoria, una joven caleña que los acompaña.
Hay que vadear una y otra vez el serpenteante río. No ha dejado de llover. A veces en los tobillos, otras en las rodillas y hasta la cintura hay que pasar la corriente de acá para allá. Tras dejarla, Antonio encuentra un lulo gigante. Con su gran machete lo pela con pasmosa habilidad y lo reparte. La lluvia arrecia.
El guía se abre paso por una trocha que a veces se acaba. Hay que empezar a subir hacia lo alto del cerro. Allí, dice, se encuentran las ranas rojas. Las verdes están más abajo.
El ascenso es difícil. El terreno empantanado hace que se deba violar una de las primeras reglas al recorrer la selva: nunca te agarres de una rama ni árbol.
La vegetación se cierra. A ratos la oscuridad bajo los inmensos árboles hace creer que no ha amanecido. Antonio señala un árbol, el tambor de la selva. Lo golpea y retumba. Es la manera de comunicarse en el bosque, donde no entra señal celular. Más adelante, una palma con la que se construyen los techos y un gran caracolí, que se usa para fabricar canoas.
Joaquín y Armin se maravillan con tanta diversidad. De uno de los árboles, pegado como un grafitti a manera de tatuaje, un helecho enseña que en la selva la simbiosis es parte esencial de la vida que florece por doquier.
Joaquín, experto en plantas, muestra la cantidad de bromelias, que varían de árbol a árbol. Y orquídeas como la drácula.
No se ha dejado de subir. Son las 9 y un pequeño plan aligera la carga, pero de nuevo la pendiente. Antonio repite que por ahí aparecen las ranas venenosas, un pequeño tesoro de la selva.
El camino permanece empapado, cubierto por un tapiz de hojas descoloridas de todo tamaño. Pronto descubren una ranita de un centímetro metida en la hojarasca. No se sabe cómo la ven. No es de las que buscan. La admiran y se deja donde estaba.
María Victoria siente un ardor al rozar una hoja. Antonio acude y encuentra unos gusanos en el envés.
-Si duele más, hacemos una mezcla con la mierdita de los gusanos y eso te alivia.
No vuelve a quejarse, aunque la piel circundante se llena de ronchas.
Hace tres horas y veinte minutos que playa Mecana quedó atrás. La lluvia amaina y hay tiempo para un corto descanso y al proseguir, lo esperado: una ranita entre roja y anaranjada, Dendrobates truncatus.
Las cámaras afloran. La toman entre las manos, salta y hay que cogerla de nuevo. Joaquín cierra el puño y agita el brazo. La rana se queda, entonces, quieta.
Armin desarruga su gran cámara para filmarla. Requiere silencio y se queda solo. Al continuar, aparece una pareja. La toman y de nuevo accionan las cámaras. Es casi mediodía.
Un momento para sentarse y, bajo la lluvia que retorna, comer algo. Antonio corta unas ramas y a lo lejos aparece el Océano Pacífico.
Joaquín pregunta si hay manera de subir a la otra colina. No, se ríe Antonio. Parece cerca, explica, pero se encuentra a más de un día de camino.
El descenso se hace por una loma más empinada aún, que se antoja una mala broma del guía, que saca de seguido el machete para abrir paso. Hay que agarrarse de lo que se pueda. Son las dos de la tarde y aparece el otro tesoro: una rana verde y negra, Atelopus, miembro de un género en peligro de extinción. Se encuentra a 88 metros de altura, mide Armin en su GPS. La temperatura, pese a todo, alcanza 27 grados. De nuevo el proceso de las cámaras y la felicidad en los rostros. Después se dejan en el mismo punto y metros más abajo unos minutos de descanso.
Por fin a las tres y media aparece el río. Llueve a cántaros. Se pide a Antonio por un sitio más profundo para nadar un poco. El cansancio pasa factura. Cada cruce del río se torna más difícil. Dos jóvenes indígenas bajan con un abarco a manera de canoa. Es para la venta.
Al fin un recodo hondo en el río. Hora de dejarse llevar por la corriente y bromear un poco. Quizás el momento más intenso de la lluvia, pero todo se permite luego de visitar la casa de las ranas venenosas, una maravilla de la selva.
De vuelta a la realidad, son las 5 de la tarde y en la distancia aparece la lancha.
Calentamiento es una seria amenaza
Se cree que las selvas centro y suramericanas contenían al menos 110 especies de ranas arlequín, como las observadas en Chocó, pero en los 80 y 90 desaparecieron dos terceras partes. Una razón clara es el cambio climático. Las ranas son muy sensibles a los cambios de temperatura y humedad dada su piel tan delgada. Estos influirían en la aparición de un hongo que ha exterminado poblaciones enteras, de Costa Rica al sur.
En la selva chocoana, las ranas venenosas se encuentran cada vez a mayor altura.
Un reporte de World Conservation Union y Conservation Internacional reveló que un tercio de todas las especies de anfibios están declinando.
Uno de los primeros en advertir el fenómeno fue un estudio publicado en 2006 en la revista Nature. En él, Arturo Sánchez y colegas de la U. de Alberta pusieron en evidencia la situación.
Mueren sin que se sepa.
Una de las primeras reglas al recorrer la selva: nunca te agarres de una rama ni árbol.