El día se enarbola ante mis ojos en su total plenitud. Cada día es un canto a la vida, una nueva esperanza, una nueva ilusión. Me hechiza la luz del día, anunciada por la aurora que con su claridad lo inunda todo de armonía. Ante esta intensa emoción, me dejo llevar por el influjo de la adolescencia, etapa en la que todo nuestro ser hierve con bravura bajo la candidez de una niña que comienza a ser mujer. Siento como emerge dentro de mí una energía que me empuja hacia una inexorable rebeldía.
Cuando la noche llega, envolviéndolo todo con su negro manto, me asaltan mil recelos, y vuelvo a ser la niña que nunca deje de ser. No hay día sin noche, pero… ¡Qué triste es la noche y que hermoso el día! Temo la noche rodeada de sombras, vagos susurros, silencio, soledad, angustia.
¡Qué triste es la noche y que hermoso el día! Me asustan sus horas nocturnas, llenas de ambiguos sueños que no puedo comprender. Noche silenciosa, aléjate sigilosa arrastrándote en la oscuridad, no dejes huella, no te quiero recordar, sólo ansío que llegue el día para poder despertar.
¡Qué triste es la noche y que hermoso el día! Ya te vas misteriosa noche, cubierta por la túnica ennegrecida, con tus sombras, tu mutismo, tu afonía. De pronto un débil reflejo acaricia mi rostro, que sensación tan entrañable, ¡es el alba! ¡Qué triste es la noche y que hermoso el día!
Mis parpados se abren lentamente, y desde un ángulo de la habitación, un fugaz destello reluce con gran fuerza; son los ojos de mi madre que con dulzura me miran, la que guía mis pasos por la senda menos dura, la que moldea mi carácter y mi bien procura.
Madre, aunque no te lo diga, tú eres el bálsamo que me calma en las noches de penumbra, y cuando al despertar te veo, siento que he vuelto a la vida, porque mientras dormía no existía.
Sublime día que anuncias tu llegada con el amanecer… ¡Qué triste es la noche y que hermoso el día!
D/A