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Jesús seguía sorprendiendo a todos: Dios está llegando, pero no como el “Dios de los justos”, sino como el “Dios de los que sufren”. El profeta del reino de Dios no tiene ninguna duda: lo que le mueve a actuar en medio de su pueblo es su amor compasivo; el Dios que quiere reinar entre los hombres y mujeres es un “Dios que sana”. En la memoria de los primeros cristianos quedó grabado este recuerdo de Jesús: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. (Hechos 10,38)
No pocas personas viven en su interior de imágenes falsas de Dios que les hacen vivir sin dignidad y sin verdad. Lo sienten, no como una presencia amistosa que invita a vivir de manera creativa, sino como una sombra amenazadora que controla su existencia. Jesús siempre empieza a curar liberando de un Dios opresor.
Sus palabras despiertan la confianza y hacen desaparecer los miedos. Sus parábolas atraen hacia el amor a Dios, no hacia el sometimiento ciego a la ley. Su presencia hace crecer la libertad, no las servidumbres; suscita el amor a la vida, no el resentimiento. Jesús cura porque enseña a vivir sólo de la bondad, el perdón y el amor que no excluye a nadie. Sana porque libera del poder de las cosas, del autoengaño y de la egolatría.