La noche es el momento de la jornada que más odio. Cuando me acuesto a dormir y no logro conciliar el sueño me pongo a pensar, y la verdad es que todas las angustias afloran de lo más interno de mi ser. Cuando estoy con la cabeza en la almohada intentando soñar algo, escapar de la realidad, es cuando aparece la otra cara de la misma, esa parte de la vida real que te hace ver como si todo se derrumbara, como si no hubiera escapatoria alguna. Como dije la hora de dormir es fatal.
Una vez realicé un paseo a un bosque, cerca de donde vivo, pero tras recorrer algunos kilómetros por un sendero, observe que aquel ya no era un bosque, eran los simples restos de árboles. Vi, con desilusión, los troncos altos, de lo que antes eran arboledas, pintados de un color carbón, rastro de que hubo fuego. Debo decir que era una triste escena. Todo lo que antes era vida, algo hermosamente natural, todo lo que reflejaba naturaleza, pureza, todo destruido.
Pude imaginar el momento de su destrucción. Imaginé las lenguas de fuego escalando y lamiendo los árboles, matándolos, carbonizándolos, poco a poco. Los animales, inocentes seres, tan inocentes como las plantas, corriendo, desaforados, desesperados, agonizantes, con todos los instintos alertas, y casi sin escapatoria alguna. Me inundó la angustia.
Al llegar a mi casa, y recostarme en mi cama para dormir, me puse a pensar y llegue a una conclusión. Todo lo que requiere de un gran esfuerzo para ser creado, es destruido con algo tan simple como el tirar de un gatillo, o el pulsar de un botón. O algo tan estúpido como un tropiezo o el descuido de un fogón.
Todo aquello tan simple, tan inocente, puede provocar la destrucción de cosas muy, muy complejas y puras, cosas tan valiosas como la vida misma.