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No sé si alguna vez habéis sentido, justo al atardecer, el inmenso placer de suicidaros. No sé, pero os invito -si es posible a la orilla del océano- a intentarlo algún día una tarde cualquiera de estas tardes albero de un verano, pero siempre a la hora asesina en que se inmolan, ebrios de savia y luz, los girasoles. (Están llenas las calles de cadáveres que deambulan sin rumbo, suicidados a punto de empezar un nuevo día.) Y te dejas el tiempo en las aceras desangrando aritméticas palabras, te vas de las ciudades que prohibieron construir en sus muros ventanales, te olvidas el adiós del cementerio, y el azufre del miedo, te cansas de guardar para mañana porque mañana es hoy y hoy –si el mar es mar- serás eterno. Y te olvidas…, te olvidas de los llantos de cerveza, de las risas de nailon, de las preces que eleva un cigarrillo, del conjuro asimétrico del sexo, te olvidas de ti mismo, de los grillos que se inventan crepúsculos de adobe, te olvidas de tu acento, del olor a mandrágora e incienso a orillas de tu aliento, a la distancia exacta de tu piel, te olvida de que existes –si es que existes-, de cuando fuiste tórtola y tus vuelos intentaban dianas sobre el sol, de cuando fuiste pino y se embriagaba tu cintura de musgo con la brisa que pinaba el tomillo. Te suicidas tú mismo, sin que nadie mancille la hemorragia de silencio que se adueña del mundo, sin que nadie se invente un silogismo que te nazca –recién niño- de nuevo. Te suicidas tú solo, a tarde lenta, a plazos bien contados, y a la grupa de un ángel, noche a noche, reinventarás el cielo y pondrás nombre al infinito número de estrellas.
Vicente Martín Martín
(De silencios fingidos)
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