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General: ☆☆☆ Érase una vez un jardín en mi bolsillo
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Respuesta  Mensaje 1 de 6 en el tema 
De: Steffano  (Mensaje original) Enviado: 06/10/2014 14:51
 
 

 

Érase una vez un jardín en mi bolsillo 

 

Cada vez que Isabel abría un libro sentía fuerzas para adentrarse en la historia, sumergirse en otros mundos desconocidos pero palpables a través de palabras que recorrían sus labios mientras leía. Le gustaba hacerlo en voz alta, cuidando su entonación, mientras su pupila la escuchaba con atención. Rara vez Laura se distraía con las historias que Isabel le contaba. Escuchar no era como escribir, cuando lo hacía su pequeña mente confundía las letras que se le volvían del revés y cuando leía, intentando imitar a su maestra, sus letras bailaban deformándose y adquiriendo formas difusas difíciles de descifrar. Era lenta en su aprendizaje y, con gran pesar, sus padres habían acabado aceptando que fuera la última de la clase exceptuando las clases de educación física, que era cuando la pequeña adelantaba al resto de los compañeros de su clase. Mientras Laura corría se sentía libre y, la velocidad en aquel breve momento de llegar a la meta marcada por su profesor, le servía para que su autoestima subiera unos pequeños peldaños antes de que se precipitara hacia el vacío cuando se quedaba en blanco ante un examen. Cada tarde, Isabel, la vecina de al lado de su casa, había entrado a formar parte de su vida, con unas clases de repaso que poco a poco se fueron convirtiendo en complicidad entre ambas. A Laura, que no comprendía porque sus padres pasaban tan poco tiempo con ella, le agradaba estar en casa de Isabel porque olía a madera, cálida y confortable, tan diferente al olor a plástico que desprendía su madre pues trabajaba en una fábrica donde predominaba este material. Isabel nunca la reñía cuando se equivocaba, ni subía el tono de su voz, ni tan siquiera fruncía su entrecejo. Simplemente se limitaba a explicárselo de otra forma hasta que ella comprendía. Sus notas, desde que Isabel había tomado el mando con sus lecciones, habían subido unas décimas que, aunque no eran suficientes para aprobar, valían para que Laura fuera progresando lentamente. Laura en clase era una niña ausente porque se despistaba con el simple vuelo de una mosca, desviando su atención en las patas del insecto que se movían y despertaban su interés mientras los demás ya habían terminado todas las divisiones escritas en la pizarra.

 


Isabel terminó de leer el fragmento del libro que sostenía entre sus manos, previamente lo había sospesado, incluso olido, ya que amaba cada línea que lo componía. Eran palabras del ayer, de su niñez que transcurrió entre fábulas y cuentos que se convirtieron en sus amigos imaginarios. Iba a preguntarle algo a Laura sobre la historia que le había leído, arrastrando las palabras para hacerlas durar porque, temía que al terminarla, la nostalgia invadiría su alma cubriéndola de hojas tostadas y caducas. Pero Laura, aquel día de primavera, tenía otros planes-.

— ¿Paseamos por el jardín? –le preguntó Laura inquieta.

Isabel asintió con un movimiento casi imperceptible conteniendo un suspiro, a lo que su alumna, se situó detrás de su silla y empezó a empujarla hasta que las ruedas rodaron por el parquet dirigiéndose hacia la salida. Cuando vislumbraron el jardín tan bien cuidado gracias a las manos de aquel jardinero que Isabel había contratado, la naturaleza apareció con fuerza ante sus pies, los de Laura moviéndose sin pausa, los de Isabel inmóviles, anclados en su silla de ruedas. Un torbellino de olores y colores se extendía con todo su esplendor. Marzo ya se había despedido y abril entraba pisando fuerte, rebrotando y haciendo florecer todo lo que se encontraba en su camino.

—Mañana vendrá Alí y echará en falta las flores que ahora estás cogiendo –le advirtió Isabel a Laura-.

La pequeña cesó en su intento de regalarle a su maestra un ramillete de flores variadas. Al final se acercó a Isabel y le tendió tres margaritas.

—Toma –le dijo- para que no estés triste.

A la pequeña Laura no se le escapaba ni una del estado de ánimo de Isabel que había decaído notablemente conforme había avanzado la clase. El libro, que ahora descansaba en el pupitre del estudio, le había hecho pensar en sus proyectos de futuro que tenía por entonces, en los hijos que no había tenido y, en Fermín, que la había abandonado al sentirse incapaz de cuidarla. Él fue un cobarde y ella lo dejó marchar con un severo temblor en su corazón que removió sentimientos de autodestrucción pues dentro de sí sabía que no la quería lo suficiente como para estar a su lado luchando contra lo incierto. Fermín siempre había sido amigo de la vida fácil que teñía su existencia de colores brillantes y claros, compañero de las fiestas que brindaba entre risas con ella o con cualquiera que no conociera la palabra problemas. Eran demasiado jóvenes para pensar en un futuro aunque tenían algunos planes pero, el diagnóstico contundente pronunciado por un médico especialista con mucha labia, arrancó la juventud de Isabel marchitándola y agriando su carácter. Sin Fermín, Isabel se instaló a la casita adosada donde vivía su madre porque su progenitora, mujer viuda y con agallas afiladas, decidió cuidar de ella ahora que no podría valerse por sí misma. La palabra inútil circulaba por su cuerpo enviando mensajes intermitentes a su cerebro que la hacían flaquear en su intento por contenerse. Isabel lloró durante muchas noches, ahogando su boca contra la almohada porque, sus planes de viajar por el mundo se habían aguado, diluyéndose sus pensamientos entre suspiros porque ya no los sentía realizables. No fue hasta que unos días después de convivir con su madre que entró en el estudio y la calma allí la invadió, centenares de libros la esperaban con infinidad de historias por relatar, eran las estanterías que completaban la colección que su padre, su abuelo e incluso su bisabuelo habían estado reuniendo durante toda su vida. No sobraban géneros, ni ideas, ni imaginación, los muebles estaban repletos de armoniosa sabiduría, de sueños por alcanzar, clasificados por temática y ordenados alfabéticamente. Sólo faltaba que alguien quisiera leerlos. Isabel se sumergió durante meses en estas historias que la llevaron a mundos paralelos, lejanos y bien dispares. Viajó por tierras irreconocibles a través de su imaginación que fluía de una manera densa como fuente en vida y, se separó de su vida marcada por su E.M, pequeña combinación de siglas pero que para ella pesaban, poderosas, más que ninguna letra del alfabeto. Su madre, observándola repetidas veces a través de la puerta entornada, la trajo otra vez a la tierra diciéndole que había oído en la cola de la panadería los lamentos de los padres de Laura por la incapacidad de su hija para aprender a leer y, sin pensarlo, se ofreció a que Isabel le impartiera clases pues pensó que les vendrían bien a ambas. Las dos se hicieron un favor mutuo: Isabel con necesidad de compartir su afición y trasladarle a la pequeña Laura lo que durante años había aprendido en sus estudios de pedagogía que nunca había puesto en práctica; Laura, con necesidad de aprender, para ser igual que sus compañeros y, trasladarle a la joven Isabel sus inquietudes y sus preguntas, donde su maestra, siempre tenía una respuesta para ella que le venía como anillo al dedo. Y el tiempo pasó entre clases, constancia y algunos débiles progresos donde todo lo que Isabel le enseñaba a Laura empezó a dar sus frutos, primero fueron verdes pero poco a poco y, con mucho mimo, maduraron.  La voz por el barrio de lo que estaba haciendo Isabel con Laura empezó a correr de boca en boca y, muchos padres que temían que sus hijos fueran a sacar malas notas, acudieron a ella. A Isabel le llovieron muchas ofertas de trabajo, de padres que conocía de vista y otros que no, y empezó a tener distintos alumnos que requerían de su maestría.

—Tienes un don -le decía su madre no sólo para animarla sino porque realmente era cierto-, sácale partido.

Su única condición era que las clases fueran particulares, quería un trato de tú a tú con el niño en cuestión y lo que era más peculiar era su forma de pago. Isabel nunca aceptó dinero a cambio de una clase, sólo aceptaba libros de diferentes temáticas siempre que el alumno se lo hubiera leído antes. Su amor por la lectura era inmenso y de esta forma muchos de los niños que educó aprendieron el valor que tenían las páginas escritas. Isabel añadía continuamente nuevos artículos a su biblioteca gracias a sus clases que impartía con mucho empeño, y al fin, cuando los tuvo todos documentados y digitalizados abrió su biblioteca particular al público de su ciudad. Numerosas personas acudían cada día en su casa, adaptándose a un horario que ella había preestablecido,  a recorrer estanterías y, a cambio de sus préstamos, siempre le regalaban cualquier novedad literaria.

El pasado otoño Isabel recibió una llamada telefónica con voz extranjera preguntándole si también impartía clases para adultos. A ella, que siempre le habían gustado los retos, se preguntó por qué no. Alí se presentó a su casa a la mañana siguiente, quería aprender español para sacarse el carnet de conducir, lo hablaba bien pero tenía dificultades con la lectura. Así empezaron sus clases, un día Isabel le preguntó a Alí cuál era su vocación a lo que él respondió sin dudar que ser jardinero. El jardín de su casa estaba bastante abandonado desde que su padre había fallecido de manera inesperada e Isabel pensó que, a cambio de clases, Alí podría cuidar de él. Así fue, el jardín fue cambiando poco a poco de aspecto con las manos expertas de aquel hombre que se desvivió por él. Cuando Alí aprobó el tan ansiado carnet de conducir quiso continuar con las clases de Isabel una vez a la semana.

—Cuando me voy, Isabel, te dejo el jardín pero me llevo otro en mi bolsillo –le dijo él una tarde.

Ella lo miró confundida, pues no entendió el significado de sus palabras. A lo que Alí se sacó el libro que ella le acababa de prestar de su bolsillo raído.

—Es un proverbio de mi tierra –le aclaró él-. Cada libro es un jardín que se lleva en el bolsillo –y le guiñó el ojo-. Yo creo que esta biblioteca maravillosa que tienes es como un pequeño bosque en crecimiento, compuesto de pequeños jardines que prestas a la gente para permitirles soñar. ¿Tú también sueñas Isabel?

Ella no contestó en el acto, sus sueños. por culpa de la esclerosis múltiple que avanzaba y la había acabado prostrando en su silla de ruedas, se habían desvanecido hacía tiempo pero no quería que Alí lo notara a lo que contestó con voz ronca:

—Sí, supongo que sí, como todos…

Esta era la conversación que ella ahora recordaba con las tres margaritas que Laura le acababa de regalar entre sus dedos. Tuvo ganas de deshojarlas para preguntarles qué le deparaba su destino pero se contuvo y al cabo de poco cambió de idea, las pondría en un jarrón con agua para que duraran lo más posible. De haberlo hecho, las flores le hubieran contestado que se avecinaba un cambio en su vida. La tarde terminó de una forma abrupta para la pequeña Laura cuando su madre la vino a buscar pues para ella el concepto del tiempo no existía a causa de su déficit de atención. Isabel volvió a entrar en su estudio y se zambulló en una lectura que la distrajo de sus pensamientos tristes.

A la mañana siguiente, Alí apareció puntual con su amplia sonrisa que esbozó nada más verla. Se sacó el libro amarillento y gastado del bolsillo y le dijo con su voz amable:

—     Gracias por permitirme soñar, señorita.

El hombre aquel día se armó de valor, llevaba días sospesando la posibilidad de estar con Isabel de una manera más próxima e íntima pero temía un rechazo por parte de ella que se mostraba esquiva cuando alguna vez había intentado hablarle de sus sentimientos. Se agachó y, delante del rosal de flores blancas, la besó. Fue un beso imprevisto para Isabel que entreabrió los labios y se dejó amar por Alí mientras notaba su sabor a té con una pizca de especias, que era la bebida que siempre tomaba. Viajó a través del beso con su simple contacto tímido y deseó acariciar las anchas espaldas de Alí y recorrer su cabello negro y rizado. Ahora sí, se sentía con ganas de emprender un nuevo episodio en su vida y sus ojos brillaron antes esta posibilidad que se abría como las flores de su jardín.

En los días que vinieron el murmullo del amor recorrió sus cuerpos templados y el carácter agrio de Isabel se fue endulzando suavemente. Alí siempre era atento con ella y los fines de semana empezaron a salir convirtiéndose en compañeros inseparables.

A principios de verano ella sintió la punzada de escribir sus experiencias y, mientras la luna lunera se divisaba en el horizonte presidiendo la noche, empezó su primer relato con estas palabras:

“Érase una vez un jardín en mi bolsillo…”

Las palabras fluían como un manantial fresco y puro, las llevaba dentro desde hacía muchos años y, mientras sus dedos recorrían las teclas de su ordenador, Isabel pensó que era el momento de compartir sus pensamientos con el mundo. Así fue, después del primer relato, sus letras engrosaron su biblioteca con algunos tomos propios que prestó a los vecinos de su ciudad. Algunas eran propias experiencias, otras simplemente obras de ficción que inventó con gran pasión. Se había convertido en escritora, el sueño que tenía desde niña y que aquella lejana tarde  no le había confesado a Alí pero él se lo había acabado descubriendo.

—     ¿Por qué no escribes y me permites entrar en tu jardín? –le preguntó Alí después del primer beso.

A lo que ella, sintiendo las fuerzas de la inspiración entre sus venas, asintió embelesada.
 
FIN
Helena Sauras

 


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Respuesta  Mensaje 2 de 6 en el tema 
De: Jeroa Enviado: 06/10/2014 15:18

 

06/10/2.009
  
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¡¡¡Os Apetece un café
Amig@s de nuestra casita!!! 
kuva.php?kuvaid=25&teksti=Tus Aportes son Estupendos... Muchas Gracias
¡¡¡Estimada Amiga!!!.
.
Buenos Días
 
 
 
Q tengas un feliz día... 
un abrazo de corazón 

Gracias por tus
lindos aportes
Es un placer leerte
Un cariñoso abrazo.
Cuidate
ABRAZOS.jpg picture by JEROA_bucket_2007
Agradecerte por tan lindos 
detalles al participar
en tu casita...
La que se llena de encanto
con tu presencia... 
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Respuesta  Mensaje 3 de 6 en el tema 
De: Maripsa Naira Enviado: 06/10/2014 16:08

Respuesta  Mensaje 4 de 6 en el tema 
De: naiz1313 Enviado: 06/10/2014 19:32
     
     
     

Respuesta  Mensaje 5 de 6 en el tema 
De: Steffano Enviado: 08/10/2014 11:21
La última guerra Es noche, de esas que estremecen y ponen la piel de gallina, de aquellas que han escondido demasiado crímenes. La luna se ha escondido, todo es oscuro. Ni los búhos ni los grillos cantan, todo es silencio. Una sombra que cojea sube por un camino, se sienten sus pasos lentos sobre la tierra. Primero una, luego la otra. Se detiene, bebe un trago largo de la botella que lleva en la mano y sigue caminando. En la otra mano lleva una rosa blanca. El cementerio con los monumentos arquitectónicos en calma, con las tumbas perfectamente ordenadas en línea recta, con los grandes cipreses que velan las almas. La figura entra. Los pies enormes y gastados el conducen hasta un gran panteón. Se le queda mirando. Bebe. Hace una triste reverencia y se arrodilla. Bebe y llora; llora y bebe. Una figura blanca que resalta en la oscuridad ha aparecido de repente en el panteón de mármol. El viejo no la ve pero exclama: _ Ciiiiiiiintaaaaaaaaaa! -mientras Rompe el silencio de tantos años-. "¿Quién me llama después de tantos años? Quien me recuerda todavía? Pensaba que era bien muerta. En qué memoria vivo? Oh, amor, en quien te has convertido? No te había conocido. Éramos jóvenes. Una bala me clavó en el pecho, una bala ... Jugábamos de pequeños, te acuerdas? Nos bañábamos en la balsa mientras caían hojas. Éramos jóvenes. Una bala que me condena a vivir aquí, que me obliga a no serte fiel. La muerte me vino a buscar y era tan sólo una niña, una niña ... Salíamos a pasear los domingos de buena mañana, me coge de la mano y me sentía feliz. Todo era de color de rosa, no como esa oscuridad que se me clava bien adentro. Es noche cerrada, donde ha ido la luna? ¿Por qué no cantan los grillos? Tengo frío, el mármol está helado. Bebíamos de los ojos del otro, sentía el calor de tus muñecas dilatadas y me abraza tan fuerte que no me dejabas respirar. Reíamos en medio de la hierba mojada. Te declara un día en el parque que nos vio crecer, me regalaste un anillo. Era tu promesa. Un anillo que me robó mi asesino tras dispararme. Es muerta, decían, el padre me abrazaba, la madre lloraba. La sangre había estropeado el vestido de seda, aquel de color lavanda que tanto te gustaba. Demasiado sangre por un solo crimen. Tú no viniste, te esperaba, tenía toda la eternidad. Dónde estabas? Cuánta, cuánta guerra, amor. Había salido a buscarte, para decirte que no te fueras a luchar, que te quedaras conmigo, escondido en el desván de mi casa. Llegué tarde. No había nadie, llamé y llamar hasta que me hice daño en las manos. No estabas. Ya se te habían llevado no sé dónde. Al volver, una bala ... La vida me huyó en un suspiro, convirtiéndose en lo que soy: un espíritu. ¿De qué están hechos los espíritus? ¿De qué está hecha esta alma que me pesa tanto? Me casé, amor, sin anillo, sin ninguna ceremonia, sin vestido blanco. Y era virgen. No hubo ninguna fiesta, ni invitados. Nada. Sólo tuve un testigo: la bala de metal que aún llevaba clavada en el pecho y que tenía todo el poder sobre mí. La noche de bodas fue el día más triste de mi vida. El tálamo, la muerte me poseyó como una bestia salvaje y hambrienta. Me clavó sus garras en los pechos redondos y frescos, su lengua afilada me entraba en mi boca, en mis orejas pequeñas, el ombligo, el sexo ... M'ensalivava las caderas, las piernas, toda yo. No podía llamar sin voz, no podía llorar sin lágrimas ... Sólo podía esperar que terminara, que se fuera a buscar otra alma. Pero ahora era yo su presa. Me clavó su miembro entre los muslos, bien adentro ... Me dolía y no podía gritar. Los espíritus no tenemos voz. Se movía con fuerza, me puso las manos en las caderas y me hizo mover. Entraba y salía de dentro de mí rítmicamente. Gemía y volvía a gemir. No terminaba. Fue un infierno, sexo, puro sexo, sin ningún sentimiento. Me dominó hasta que, con unos cuantos gemidos, vino la lluvia de espuma que me chorrear por los muslos. Me abandonó y me sentí sucia, amor, muy, muy sucia. Violada la noche de bodas y no podía denunciar: él era el rey; yo una triste niña. La muerte me venía a buscar cada noche para hacerme suya, y se repetía la escena. El odiaba. Le gustaban mis cabellos largos de fuego, mis ojos, mis labios, mi pubis de Afrodita. Me decía que era un ángel con sexo. El odiaba. Aún conservo mi pelo y la juventud eterna. Me siento como un Dorian Gray sin cuadro. Tú has cambiado, amor. Los años no te han perdonado. Cada año te pueblan nuevas arrugas. Dónde está ese chico lindo a quien conocí? Dónde quedan los días de ilusión de rosas y de acacias? ¿Por qué me han abandonado los sueños? ¿Por qué hablo sin voz si no me puedes oír? Me acercaré a ti, te besaré los labios húmedos, sentirás un vientecillo suave como un suspiro, el suspiro que me arrancó la vida. La muerte se me comió el corazón, amor, para que no pudiera amarte. Te envidio y yo la odiaba, lo odiaba con todas mis fuerzas. La sangre aún me hierve del odio, la sangre que ya no tengo. Te besaré, amor, un beso del más allá, sin labios. Yo sólo soy energía, energía que se convierte, que pasa de cuerpo a cuerpo. El beso que siempre he deseado hacerte y nunca he tenido ninguna oportunidad. Como cuando tú me besabas, recuerdas? Ahora que los ojos de la muerte no me vigilan, que están ocupados con otras almas, me acercaré, sí, me acercaré a ti ... Te fregaré los labios, Pablo, con toda la energía que soy capaz de transmitirte y notarás un vientecillo suave ... ". No sabía ni cuándo, ni cómo, ni por qué había empezado todo. La ciudad donde él había nacido hacía ya veintitrés tres años había perdido aquella magia insinuando para convertirse en un campo abierto de batalla. Los disparos, las bombas, los chillidos desesperados de la gente los llevaba grabados bien adentro, ya era imposible de borrarlos. Habían ido dejando en su mente huellas abismales que ni la fuerza de un océano podría llevarse. De pronto se había encontrado en medio de dos bandos sin saber muy bien a qué pertenecía. Entre sus dedos largos y delgados le habían puesto un fusil que le hizo temblar los brazos al sentir aquel tacto duro y gélido como un precedente de la muerte. El obligaron a disparar sin piedad contra el adversario. Pero él no tenía enemigos. Se quedó paralizado, incapaz de moverse por el pánico que le surgía del alma. En rodeado de él iban cayendo los débiles, heridos de muerte. Quizás azar aquella tarde se había puesto de su parte enviándole una aureola que el protegió de las balas perdidas. El sol se escondió rápido detrás de las montañas como si le diera vergüenza de ser testigo de aquellos actos brutales. Unos cuantos grillos empezaron a hacer un rico-rac apagado, temerosos de romper aquel silencio incómodo que había quedado. Pau se levantó, no recordaba cuando había caído al suelo, hacía días que perdía la conciencia del tiempo y de la realidad. Pasó medio de hombres, ahora ya cuerpos inmóviles al ser repentinos por el sueño eterno. A pocos metros de él, pudo distinguir su amigo de la infancia. Instintivamente fue hacia allí, se arrodilló y le cerró los ojos. La mano le temblaba. Empezó a rezar una oración por su alma pero se detuvo a mitad porque ya no la recordaba. Le hizo una última caricia en su rostro aún tibio y pudo musitar a modo de despedida un "Descansa en paz" con una voz estrangulada que no reconocía. Empezó a correr por caminos que ni siquiera sabía que existían. La negra noche conducía quien sabía dónde. Quería huir de los recuerdos fantasmagóricos que la aprisionaban, de aquella guerra que no era suya. Sus piernas eran empujadas por una energía que encontró extraña. Hacía días que no comía, no había ningún alimento en medio de aquella miseria malograda. Pero, a pesar de todo, no se sentía fallecido. La rabia, el dolor y la impotencia que sufría eran mucho más fuertes. Por un instante, tuvo la sensación de que lo seguían, notaba unos ojos clavados en su nuca, sentía huellas que se acercaban y que añadían a cada paso las piedrecitas del camino. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero no se dio la vuelta, no quería que la persona que lo seguía se diera cuenta que él lo sabía. Continuó corriendo, intentar despistar al adversario y cuando no pudo más se detuvo. Entonces sí que tumbó la cabeza y se encontró con su sombra que repetía fielmente cada uno de sus movimientos. Ella era la única que lo había seguido. Al cabo de unas cuantas horas con la única compañía de las penumbras, se dio cuenta que había entrado en una especie de jardín. La naturaleza rebelde y salvaje revelaba que hacía mucho tiempo que no había pasado ningún humano por allí. En medio de aquella vegetación sombría había una pequeña casa, no dudó ni unos segundos en encontrar un refugio dentro de ella. Intentó abrir la vieja puerta de madera hinchada por la humedad que se le resistía. Al fin, con dos o tres patadas que le hicieron ver las estrellas, la puerta emitió un gemido sordo y se abrió chirriante. Intentó encontrar algún interruptor para encender la luz pero la oscuridad no le dejaba ver nada. A tientas, deambuló por un largo pasillo hasta que las pupilas se le acostumbraron a aquella oscuridad. Inspeccionó la casa abandonada como un ladrón en busca de algo de valor. Pudo distinguir tres dormitorios, dos aseos, una cocina y un comedor. Se dirigió hacia la cocina, al poco se dio cuenta de que había una pequeña puertecita disimulada al estar pintada del mismo color que las paredes. La abrió con fuertes esperanzas. Sus ojos negros le brillaron como diamantes en comprobar que lo que había anhelado, de repente se cumplía como si el destino hubiera vuelto benévolo aquella noche. Había unos cuantos botes de conserva y longanizas secas. Cogió una longaniza y se puso a devorarla como un lobo feroz. Estaba demasiado seca, pero él continuaba y continuaba hasta que tuvo el estómago lleno. Le vino un cansancio muy grande; se dirigió hacia un dormitorio y se estiró sobre la cama. Las sábanas polvorientas le hicieron ganas de estornudar. La humedad que evidenciaban las paredes manchadas y el frío de la noche se le iban calando en el alma. Antes de cerrar los ojos, una lágrima de desolación le cayó sin poder impedirla. Finalmente, el sueño lo venció. No sabía en certeza cuántos de días había pasado en aquella casa, había perdido la cuenta. Días, semanas, meses, años ... Sólo sumas de instantes cargados por el dolor y la angustia. Se le habían endurecido las facciones. Los ojos se le habían vuelto fríos y distantes, incapaces de ver más allá; la boca una línea recta sin dejar salir ninguna emoción; su cuerpo desnutrido una armadura firme. Su alma soportaba la carga de un corazón rígido como una piedra que había apagado sus latidos para no sentir. Se pasaba los días inmóvil mirando en algún punto fijo de la pared como una estatua. Sí, se había convertido en un objeto, un robot que seguía movimientos mecánicos, necesidades primarias a las que no podía renunciar. Pero no reflexionaba. Antes sí lo había hecho. Había pensado en los intereses económicos disfrazados de valores religiosos, de ideologías políticas, de intereses culturales, históricos y filológicos. Pero detrás siempre quedaban los fuertes, los ricos, manipuladores de masas indefensas. Se había sentido como un títere atado a unos hilos que movían haciéndolo bailar al ritmo de una música hipócrita; obligándole a luchar por unos ideales que no creía, enfrentándose con amigos, hermanos y parientes. No tenía fuerzas para salir de aquella habitación que había hecho suya. Tenía miedo de lo que se encontraría fuera. Había que ocultar, sabía que si lo encontraban lo matarían. Se pasaba el tiempo medio de paredes, en medio de aquel viejo mobiliario. Aquella habitación antes había sido de un adolescente que vete a saber dónde paraba ahora. Lo sabía por las fotografías que había encontrado en uno de los estantes que no había tenido el valor suficiente de apartar; y por la ropa del armario que se había probado aunque había podido comprobar que le iba demasiado grande. Odiaba aquella soledad, aquel silencio difícil de romper. Estaba olvidando su lengua materna que tanto estimaba. Las palabras le huían y sentía miedo, miedo de olvidar del todo, de perder ese vocabulario tan suyo. Ya no se acordaba de hablar, ya no podía vocalizar, como si la garganta y la lengua hubieran perdido toda sensibilidad y sus labios carnosos hubieran sido cosidos con fina aguja. Aquel de la mañana se le había acabado la comida, ya no le quedaba ni una triste migaja. Ese momento tan temido por él había llegado. Tenía que encontrar algo sino quería morirse de hambre. Con miedo, salió al jardín; el sol quemaba, calculó que debían estar a mitades de agosto. La tierra estaba seca, agrietada por los fuertes rayos. Buscó y buscó desesperadamente algo para poder tragarse, para poder calmar los gritos de su estómago. Pero todo eran hojas, la mayoría secas, que caían de los árboles. Era como si la tierra estuviera cansada de hacer crecer los frutos, las plantas y los árboles; como si hubiera decidido hacer una huelga permanente debido a los malos tratos que sufría por la guerra. Pero él no se cansaba de buscar entre los matorrales, algo tenía que quedar ... Al cabo de una hora, encontró una pequeña planta que había sobrevivido. Tenía unos frutos de un rojo intenso como la sangre que le recordaron las cerezas pero eran ligeramente más pequeños. Los cogió todos, volvió a entrar en la casa y se sentó en una silla que cojeaba. Se puso en la boca un fruto, empezó a chupar como si se tratara de un caramelo para hacerlo durar. El jugo de dentro poco a poco iba saliendo y le iba endulzando la boca. Cuando ya no quedó ninguna sustancia, hizo su pedazos con los dientes y se les engullir. Cuando se les hubo comido todos le salió una dulce sueño de adentro que no pudo controlar. Tuvo el tiempo justo para tumbarse en el sofá y acto seguido los párpados le cayeron. Se despertó cuando aún era de día. El sol entraba por las ventanas del comedor y le acariciaba la cara. Se sentía como si hubiera hecho un viaje muy largo y de repente hubiera vuelto pero su mente se había quedado aún en las lejanías del sueño. La sentía distante, tal vez se había convirtió en un algodón de azúcar. Se levantó del sofá y la vista se le nubla y tuvo miedo de perder el equilibrio. Pero enseguida se le aclaró. Fue directo al baño, abrió el grifo y dejó que el agua cayera. Se lavó la cara y la frialdad lo devolvió a la realidad. Bebió un pequeño trago e hizo una mueca de asco. Aquella agua turbia estaba contaminada y desprendía un olor apestoso. Escupió pero la sed que sentía era mayor. A finales cogió un vaso y lo llenó, se tapó la nariz con dos dedos para no sentir ese sabor desagradable y en bebió. Cuando terminó se dio cuenta de que no sólo había dormido un rato como al principio se había pensado sino que se había pasado días enteros. Adivinó que aquellos frutos eran venenosos, la droga del sueño y se sintió feliz de tenerlos para poder evadirse de aquella vida. Salió en la cama y en cosechó más. Estos les tomó deprisa y enseguida cayó en la cama, con los ojos cerrados y con un triste sonrisa en los labios porque al fin había conseguido entrar en su laberinto de fantasías. Pasaron días y días y la casa se ​​iba poblando de ratas que corrían como locas. Levantaban la cabeza y lo miraban desafiante y luego todo eran correderas por el pasillo y se escondían en los lugares más insólitos de la casa. Pau sentía sus gemidos por la noche y se tapaba los oídos con las sábanas sucias. Sólo podía tomar más bolitas rojas para liberarse de la suciedad. Y dormía .... y cada día que pasaba el piso estaba más sucio y más roer. Un día se despertó y al ver una rata sobre la cama que lo miraba con aquellos ojitos rojos inyectados en sangre, le vino un mal pensamiento. Se levantó y fue hacia la cocina. La rata le siguió por el pasillo moviendo sus patitas cortas que hacían un suave clac-clac sobre las baldosas grises. Abrió el primer cajón de abajo del fregadero y sacó un cuchillo afilado. Se quedó mirándolo un momento y luego se la acercó a las venas. La rata lo miraba risueña y había acercado las dos patitas delanteras como si estuviera decidida a aplaudir por lo que iba a hacer aquel desconocido. Pau se quedó pensando mientras sentía aquel contacto frío contra su carne. Sólo le hacía falta mover el brazo derecho donde tenía aferrada aquella arma. Pero cuando ya estaba dispuesto a hacerlo, algo lo impidió. No tuvo el valor suficiente para arrancarse aquella vida porque le surgió una pequeña esperanza de que todo aquello algún día podría cambiar. Él sabía cómo era vivir porque hacía tiempo que lo había experimentado y pese a que, en aquel momento aquello no se podía considerar una vida sino una supervivencia, tal vez cuando la guerra terminara podría volver a salir el sol. La rata lo miraba atenta, siguiendo todos sus movimientos. Pau levantó el cuchillo y el tiró con tanta furia que atravesó la rata. El suelo quedó salpicado de sangre caliente. Se la miró detenidamente y luego se agachó y le quitó el cuchillo. Se quedó un momento pensativo y luego la cortó en pedazos. Cogió un plato y la depositó. Sacó dos cubiertos y se la empezó a comer. Y así fue como comenzó su dieta alimenticia de ratas y ratones. Los perseguía por la casa, tirándolos cosas para matarlos a golpes o parándose los trampas que se ingenian. Le gustaban más los ratones porque tenían la carne más tierna y más sabrosa. Y al poco empezó la diarrea debido al agua contaminada que no podía dejar de beber para no deshidratarse y las correderas en el baño de noche y de día. Y cuando no podía más porque sentía que el polvo, la miseria y las heces de rata cubiertos de moscas verdes del ahogaban, cosechaba más bolitas y se las tragaba en nada. Y sentía que volaba en otro mundo, lejos de todo. Y se aferraba a los recuerdos de la infancia y de la adolescencia como si fueran los únicos que existieran, como si hubiera olvidado toda su edad adulta. - Escupe todo el veneno o la furia que puertas adentro se te comerá vivo en vivo! Pau se despertó con esa voz femenina y melódica que parecía que se hubiera alterado inexplicablemente y se hubiera convertido en un tono agudo. Se incorporó y al abrir los ojos se encontró con una figura. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz de la bombilla que colgaba del techo se dio cuenta que eran curvas de mujer. - Escupe todo el veneno o la furia que puertas adentro se te comerá vivo en vivo! Esta figura le resultó conocida y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo. El Pablo la miró atónito y no sabía si estaba en la realidad o se trataba de un sueño. Pero al ver su cama con las sábanas arrastrados y las telarañas que colgaban de la bombilla; y al comprobar la belleza de la chica que lo miraba, esa belleza tan familiar, que él hubiera sido incapaz de imaginarse, supo que tocaba de pies en el suelo. Las palabras de la chica le acariciaban el oído. Hacía tiempo que no sentía ningún. Ella se acercó, llevaba algo blanca entre las manos. - Cin ... ta -se atrevió a pronunciar la única palabra que no había olvidado, tan flojito que casi no se le sentirse. - No soy la Cinta, Paz. La Cinta ya hace tiempo que no está con nosotros. Ahora está muy lejos de aquí, en otro mundo. He venido para darte esto le dijo mientras le daba unas hojas de papel y un bolígrafo. Escriba -le ordenación. Pau tenía el rostro inexpresivo, endurecido por los largos días de sufrimiento y toda aquella situación le era inverosímil. Pero los ojos seguros de aquella chica que había aparecido de la nada, le consiguieron borrar esa línea recta que tenía como boca y le salió una sonrisa tímida. La interrogó con la mirada aunque señalando las hojas en blancos ya que aún no podía articular palabra debido a la sorpresa y al olvido. - Te he dicho que escribas, escribe toda la rabia que te ahoga, llena todas las hojas con palabras que crees que no recuerdas. Te piensas que puedes olvidar tan fácilmente de escribir, profesor? El Pablo la volvió a interrogar con la mirada pero la bombilla empezó a parpadear y al cabo se fundió. La chica desapareció tal y como había venido, sin hacer ningún ruido, y todo quedó en la oscuridad.

Respuesta  Mensaje 6 de 6 en el tema 
De: Steffano Enviado: 08/10/2014 11:24

 


La última guerra I

La última guerra Es noche, de esas que estremecen y ponen la piel de gallina, de aquellas que han escondido demasiado crímenes. La luna se ha escondido, todo es oscuro. Ni los búhos ni los grillos cantan, todo es silencio. Una sombra que cojea sube por un camino, se sienten sus pasos lentos sobre la tierra. Primero una, luego la otra. Se detiene, bebe un trago largo de la botella que lleva en la mano y sigue caminando. En la otra mano lleva una rosa blanca. El cementerio con los monumentos arquitectónicos en calma, con las tumbas perfectamente ordenadas en línea recta, con los grandes cipreses que velan las almas. La figura entra. Los pies enormes y gastados el conducen hasta un gran panteón. Se le queda mirando. Bebe. Hace una triste reverencia y se arrodilla. Bebe y llora; llora y bebe. Una figura blanca que resalta en la oscuridad ha aparecido de repente en el panteón de mármol. El viejo no la ve pero exclama: _ Ciiiiiiiintaaaaaaaaaa! -mientras Rompe el silencio de tantos años-. "¿Quién me llama después de tantos años? Quien me recuerda todavía? Pensaba que era bien muerta. En qué memoria vivo? Oh, amor, en quien te has convertido? No te había conocido. Éramos jóvenes. Una bala me clavó en el pecho, una bala ... Jugábamos de pequeños, te acuerdas? Nos bañábamos en la balsa mientras caían hojas. Éramos jóvenes. Una bala que me condena a vivir aquí, que me obliga a no serte fiel. La muerte me vino a buscar y era tan sólo una niña, una niña ... Salíamos a pasear los domingos de buena mañana, me coge de la mano y me sentía feliz. Todo era de color de rosa, no como esa oscuridad que se me clava bien adentro. Es noche cerrada, donde ha ido la luna? ¿Por qué no cantan los grillos? Tengo frío, el mármol está helado. Bebíamos de los ojos del otro, sentía el calor de tus muñecas dilatadas y me abraza tan fuerte que no me dejabas respirar. Reíamos en medio de la hierba mojada. Te declara un día en el parque que nos vio crecer, me regalaste un anillo. Era tu promesa. Un anillo que me robó mi asesino tras dispararme. Es muerta, decían, el padre me abrazaba, la madre lloraba. La sangre había estropeado el vestido de seda, aquel de color lavanda que tanto te gustaba. Demasiado sangre por un solo crimen. Tú no viniste, te esperaba, tenía toda la eternidad. Dónde estabas? Cuánta, cuánta guerra, amor. Había salido a buscarte, para decirte que no te fueras a luchar, que te quedaras conmigo, escondido en el desván de mi casa. Llegué tarde. No había nadie, llamé y llamar hasta que me hice daño en las manos. No estabas. Ya se te habían llevado no sé dónde. Al volver, una bala ... La vida me huyó en un suspiro, convirtiéndose en lo que soy: un espíritu. ¿De qué están hechos los espíritus? ¿De qué está hecha esta alma que me pesa tanto? Me casé, amor, sin anillo, sin ninguna ceremonia, sin vestido blanco. Y era virgen. No hubo ninguna fiesta, ni invitados. Nada. Sólo tuve un testigo: la bala de metal que aún llevaba clavada en el pecho y que tenía todo el poder sobre mí. La noche de bodas fue el día más triste de mi vida. El tálamo, la muerte me poseyó como una bestia salvaje y hambrienta. Me clavó sus garras en los pechos redondos y frescos, su lengua afilada me entraba en mi boca, en mis orejas pequeñas, el ombligo, el sexo ... M'ensalivava las caderas, las piernas, toda yo. No podía llamar sin voz, no podía llorar sin lágrimas ... Sólo podía esperar que terminara, que se fuera a buscar otra alma. Pero ahora era yo su presa. Me clavó su miembro entre los muslos, bien adentro ... Me dolía y no podía gritar. Los espíritus no tenemos voz. Se movía con fuerza, me puso las manos en las caderas y me hizo mover. Entraba y salía de dentro de mí rítmicamente. Gemía y volvía a gemir. No terminaba. Fue un infierno, sexo, puro sexo, sin ningún sentimiento. Me dominó hasta que, con unos cuantos gemidos, vino la lluvia de espuma que me chorrear por los muslos. Me abandonó y me sentí sucia, amor, muy, muy sucia. Violada la noche de bodas y no podía denunciar: él era el rey; yo una triste niña. La muerte me venía a buscar cada noche para hacerme suya, y se repetía la escena. El odiaba. Le gustaban mis cabellos largos de fuego, mis ojos, mis labios, mi pubis de Afrodita. Me decía que era un ángel con sexo. El odiaba. Aún conservo mi pelo y la juventud eterna. Me siento como un Dorian Gray sin cuadro. Tú has cambiado, amor. Los años no te han perdonado. Cada año te pueblan nuevas arrugas. Dónde está ese chico lindo a quien conocí? Dónde quedan los días de ilusión de rosas y de acacias? ¿Por qué me han abandonado los sueños? ¿Por qué hablo sin voz si no me puedes oír? Me acercaré a ti, te besaré los labios húmedos, sentirás un vientecillo suave como un suspiro, el suspiro que me arrancó la vida. La muerte se me comió el corazón, amor, para que no pudiera amarte. Te envidio y yo la odiaba, lo odiaba con todas mis fuerzas. La sangre aún me hierve del odio, la sangre que ya no tengo. Te besaré, amor, un beso del más allá, sin labios. Yo sólo soy energía, energía que se convierte, que pasa de cuerpo a cuerpo. El beso que siempre he deseado hacerte y nunca he tenido ninguna oportunidad. Como cuando tú me besabas, recuerdas? Ahora que los ojos de la muerte no me vigilan, que están ocupados con otras almas, me acercaré, sí, me acercaré a ti ... Te fregaré los labios, Pablo, con toda la energía que soy capaz de transmitirte y notarás un vientecillo suave ... ". No sabía ni cuándo, ni cómo, ni por qué había empezado todo. La ciudad donde él había nacido hacía ya veintitrés tres años había perdido aquella magia insinuando para convertirse en un campo abierto de batalla. Los disparos, las bombas, los chillidos desesperados de la gente los llevaba grabados bien adentro, ya era imposible de borrarlos. Habían ido dejando en su mente huellas abismales que ni la fuerza de un océano podría llevarse. De pronto se había encontrado en medio de dos bandos sin saber muy bien a qué pertenecía. Entre sus dedos largos y delgados le habían puesto un fusil que le hizo temblar los brazos al sentir aquel tacto duro y gélido como un precedente de la muerte. El obligaron a disparar sin piedad contra el adversario. Pero él no tenía enemigos. Se quedó paralizado, incapaz de moverse por el pánico que le surgía del alma. En rodeado de él iban cayendo los débiles, heridos de muerte. Quizás azar aquella tarde se había puesto de su parte enviándole una aureola que el protegió de las balas perdidas. El sol se escondió rápido detrás de las montañas como si le diera vergüenza de ser testigo de aquellos actos brutales. Unos cuantos grillos empezaron a hacer un rico-rac apagado, temerosos de romper aquel silencio incómodo que había quedado. Pau se levantó, no recordaba cuando había caído al suelo, hacía días que perdía la conciencia del tiempo y de la realidad. Pasó medio de hombres, ahora ya cuerpos inmóviles al ser repentinos por el sueño eterno. A pocos metros de él, pudo distinguir su amigo de la infancia. Instintivamente fue hacia allí, se arrodilló y le cerró los ojos. La mano le temblaba. Empezó a rezar una oración por su alma pero se detuvo a mitad porque ya no la recordaba. Le hizo una última caricia en su rostro aún tibio y pudo musitar a modo de despedida un "Descansa en paz" con una voz estrangulada que no reconocía. Empezó a correr por caminos que ni siquiera sabía que existían. La negra noche conducía quien sabía dónde. Quería huir de los recuerdos fantasmagóricos que la aprisionaban, de aquella guerra que no era suya. Sus piernas eran empujadas por una energía que encontró extraña. Hacía días que no comía, no había ningún alimento en medio de aquella miseria malograda. Pero, a pesar de todo, no se sentía fallecido. La rabia, el dolor y la impotencia que sufría eran mucho más fuertes. Por un instante, tuvo la sensación de que lo seguían, notaba unos ojos clavados en su nuca, sentía huellas que se acercaban y que añadían a cada paso las piedrecitas del camino. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero no se dio la vuelta, no quería que la persona que lo seguía se diera cuenta que él lo sabía. Continuó corriendo, intentar despistar al adversario y cuando no pudo más se detuvo. Entonces sí que tumbó la cabeza y se encontró con su sombra que repetía fielmente cada uno de sus movimientos. Ella era la única que lo había seguido. Al cabo de unas cuantas horas con la única compañía de las penumbras, se dio cuenta que había entrado en una especie de jardín. La naturaleza rebelde y salvaje revelaba que hacía mucho tiempo que no había pasado ningún humano por allí. En medio de aquella vegetación sombría había una pequeña casa, no dudó ni unos segundos en encontrar un refugio dentro de ella. Intentó abrir la vieja puerta de madera hinchada por la humedad que se le resistía. Al fin, con dos o tres patadas que le hicieron ver las estrellas, la puerta emitió un gemido sordo y se abrió chirriante. Intentó encontrar algún interruptor para encender la luz pero la oscuridad no le dejaba ver nada. A tientas, deambuló por un largo pasillo hasta que las pupilas se le acostumbraron a aquella oscuridad. Inspeccionó la casa abandonada como un ladrón en busca de algo de valor. Pudo distinguir tres dormitorios, dos aseos, una cocina y un comedor. Se dirigió hacia la cocina, al poco se dio cuenta de que había una pequeña puertecita disimulada al estar pintada del mismo color que las paredes. La abrió con fuertes esperanzas. Sus ojos negros le brillaron como diamantes en comprobar que lo que había anhelado, de repente se cumplía como si el destino hubiera vuelto benévolo aquella noche. Había unos cuantos botes de conserva y longanizas secas. Cogió una longaniza y se puso a devorarla como un lobo feroz. Estaba demasiado seca, pero él continuaba y continuaba hasta que tuvo el estómago lleno. Le vino un cansancio muy grande; se dirigió hacia un dormitorio y se estiró sobre la cama. Las sábanas polvorientas le hicieron ganas de estornudar. La humedad que evidenciaban las paredes manchadas y el frío de la noche se le iban calando en el alma. Antes de cerrar los ojos, una lágrima de desolación le cayó sin poder impedirla. Finalmente, el sueño lo venció. No sabía en certeza cuántos de días había pasado en aquella casa, había perdido la cuenta. Días, semanas, meses, años ... Sólo sumas de instantes cargados por el dolor y la angustia. Se le habían endurecido las facciones. Los ojos se le habían vuelto fríos y distantes, incapaces de ver más allá; la boca una línea recta sin dejar salir ninguna emoción; su cuerpo desnutrido una armadura firme. Su alma soportaba la carga de un corazón rígido como una piedra que había apagado sus latidos para no sentir. Se pasaba los días inmóvil mirando en algún punto fijo de la pared como una estatua. Sí, se había convertido en un objeto, un robot que seguía movimientos mecánicos, necesidades primarias a las que no podía renunciar. Pero no reflexionaba. Antes sí lo había hecho. Había pensado en los intereses económicos disfrazados de valores religiosos, de ideologías políticas, de intereses culturales, históricos y filológicos. Pero detrás siempre quedaban los fuertes, los ricos, manipuladores de masas indefensas. Se había sentido como un títere atado a unos hilos que movían haciéndolo bailar al ritmo de una música hipócrita; obligándole a luchar por unos ideales que no creía, enfrentándose con amigos, hermanos y parientes. No tenía fuerzas para salir de aquella habitación que había hecho suya. Tenía miedo de lo que se encontraría fuera. Había que ocultar, sabía que si lo encontraban lo matarían. Se pasaba el tiempo medio de paredes, en medio de aquel viejo mobiliario. Aquella habitación antes había sido de un adolescente que vete a saber dónde paraba ahora. Lo sabía por las fotografías que había encontrado en uno de los estantes que no había tenido el valor suficiente de apartar; y por la ropa del armario que se había probado aunque había podido comprobar que le iba demasiado grande. Odiaba aquella soledad, aquel silencio difícil de romper. Estaba olvidando su lengua materna que tanto estimaba. Las palabras le huían y sentía miedo, miedo de olvidar del todo, de perder ese vocabulario tan suyo. Ya no se acordaba de hablar, ya no podía vocalizar, como si la garganta y la lengua hubieran perdido toda sensibilidad y sus labios carnosos hubieran sido cosidos con fina aguja. Aquel de la mañana se le había acabado la comida, ya no le quedaba ni una triste migaja. Ese momento tan temido por él había llegado. Tenía que encontrar algo sino quería morirse de hambre. Con miedo, salió al jardín; el sol quemaba, calculó que debían estar a mitades de agosto. La tierra estaba seca, agrietada por los fuertes rayos. Buscó y buscó desesperadamente algo para poder tragarse, para poder calmar los gritos de su estómago. Pero todo eran hojas, la mayoría secas, que caían de los árboles. Era como si la tierra estuviera cansada de hacer crecer los frutos, las plantas y los árboles; como si hubiera decidido hacer una huelga permanente debido a los malos tratos que sufría por la guerra. Pero él no se cansaba de buscar entre los matorrales, algo tenía que quedar ... Al cabo de una hora, encontró una pequeña planta que había sobrevivido. Tenía unos frutos de un rojo intenso como la sangre que le recordaron las cerezas pero eran ligeramente más pequeños. Los cogió todos, volvió a entrar en la casa y se sentó en una silla que cojeaba. Se puso en la boca un fruto, empezó a chupar como si se tratara de un caramelo para hacerlo durar. El jugo de dentro poco a poco iba saliendo y le iba endulzando la boca. Cuando ya no quedó ninguna sustancia, hizo su pedazos con los dientes y se les engullir. Cuando se les hubo comido todos le salió una dulce sueño de adentro que no pudo controlar. Tuvo el tiempo justo para tumbarse en el sofá y acto seguido los párpados le cayeron. Se despertó cuando aún era de día. El sol entraba por las ventanas del comedor y le acariciaba la cara. Se sentía como si hubiera hecho un viaje muy largo y de repente hubiera vuelto pero su mente se había quedado aún en las lejanías del sueño. La sentía distante, tal vez se había convirtió en un algodón de azúcar. Se levantó del sofá y la vista se le nubla y tuvo miedo de perder el equilibrio. Pero enseguida se le aclaró. Fue directo al baño, abrió el grifo y dejó que el agua cayera. Se lavó la cara y la frialdad lo devolvió a la realidad. Bebió un pequeño trago e hizo una mueca de asco. Aquella agua turbia estaba contaminada y desprendía un olor apestoso. Escupió pero la sed que sentía era mayor. A finales cogió un vaso y lo llenó, se tapó la nariz con dos dedos para no sentir ese sabor desagradable y en bebió. Cuando terminó se dio cuenta de que no sólo había dormido un rato como al principio se había pensado sino que se había pasado días enteros. Adivinó que aquellos frutos eran venenosos, la droga del sueño y se sintió feliz de tenerlos para poder evadirse de aquella vida. Salió en la cama y en cosechó más. Estos les tomó deprisa y enseguida cayó en la cama, con los ojos cerrados y con un triste sonrisa en los labios porque al fin había conseguido entrar en su laberinto de fantasías. Pasaron días y días y la casa se ​​iba poblando de ratas que corrían como locas. Levantaban la cabeza y lo miraban desafiante y luego todo eran correderas por el pasillo y se escondían en los lugares más insólitos de la casa. Pau sentía sus gemidos por la noche y se tapaba los oídos con las sábanas sucias. Sólo podía tomar más bolitas rojas para liberarse de la suciedad. Y dormía .... y cada día que pasaba el piso estaba más sucio y más roer. Un día se despertó y al ver una rata sobre la cama que lo miraba con aquellos ojitos rojos inyectados en sangre, le vino un mal pensamiento. Se levantó y fue hacia la cocina. La rata le siguió por el pasillo moviendo sus patitas cortas que hacían un suave clac-clac sobre las baldosas grises. Abrió el primer cajón de abajo del fregadero y sacó un cuchillo afilado. Se quedó mirándolo un momento y luego se la acercó a las venas. La rata lo miraba risueña y había acercado las dos patitas delanteras como si estuviera decidida a aplaudir por lo que iba a hacer aquel desconocido. Pau se quedó pensando mientras sentía aquel contacto frío contra su carne. Sólo le hacía falta mover el brazo derecho donde tenía aferrada aquella arma. Pero cuando ya estaba dispuesto a hacerlo, algo lo impidió. No tuvo el valor suficiente para arrancarse aquella vida porque le surgió una pequeña esperanza de que todo aquello algún día podría cambiar. Él sabía cómo era vivir porque hacía tiempo que lo había experimentado y pese a que, en aquel momento aquello no se podía considerar una vida sino una supervivencia, tal vez cuando la guerra terminara podría volver a salir el sol. La rata lo miraba atenta, siguiendo todos sus movimientos. Pau levantó el cuchillo y el tiró con tanta furia que atravesó la rata. El suelo quedó salpicado de sangre caliente. Se la miró detenidamente y luego se agachó y le quitó el cuchillo. Se quedó un momento pensativo y luego la cortó en pedazos. Cogió un plato y la depositó. Sacó dos cubiertos y se la empezó a comer. Y así fue como comenzó su dieta alimenticia de ratas y ratones. Los perseguía por la casa, tirándolos cosas para matarlos a golpes o parándose los trampas que se ingenian. Le gustaban más los ratones porque tenían la carne más tierna y más sabrosa. Y al poco empezó la diarrea debido al agua contaminada que no podía dejar de beber para no deshidratarse y las correderas en el baño de noche y de día. Y cuando no podía más porque sentía que el polvo, la miseria y las heces de rata cubiertos de moscas verdes del ahogaban, cosechaba más bolitas y se las tragaba en nada. Y sentía que volaba en otro mundo, lejos de todo. Y se aferraba a los recuerdos de la infancia y de la adolescencia como si fueran los únicos que existieran, como si hubiera olvidado toda su edad adulta. - Escupe todo el veneno o la furia que puertas adentro se te comerá vivo en vivo! Pau se despertó con esa voz femenina y melódica que parecía que se hubiera alterado inexplicablemente y se hubiera convertido en un tono agudo. Se incorporó y al abrir los ojos se encontró con una figura. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz de la bombilla que colgaba del techo se dio cuenta que eran curvas de mujer. - Escupe todo el veneno o la furia que puertas adentro se te comerá vivo en vivo! Esta figura le resultó conocida y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo. El Pablo la miró atónito y no sabía si estaba en la realidad o se trataba de un sueño. Pero al ver su cama con las sábanas arrastrados y las telarañas que colgaban de la bombilla; y al comprobar la belleza de la chica que lo miraba, esa belleza tan familiar, que él hubiera sido incapaz de imaginarse, supo que tocaba de pies en el suelo. Las palabras de la chica le acariciaban el oído. Hacía tiempo que no sentía ningún. Ella se acercó, llevaba algo blanca entre las manos. - Cin ... ta -se atrevió a pronunciar la única palabra que no había olvidado, tan flojito que casi no se le sentirse. - No soy la Cinta, Paz. La Cinta ya hace tiempo que no está con nosotros. Ahora está muy lejos de aquí, en otro mundo. He venido para darte esto le dijo mientras le daba unas hojas de papel y un bolígrafo. Escriba -le ordenación. Pau tenía el rostro inexpresivo, endurecido por los largos días de sufrimiento y toda aquella situación le era inverosímil. Pero los ojos seguros de aquella chica que había aparecido de la nada, le consiguieron borrar esa línea recta que tenía como boca y le salió una sonrisa tímida. La interrogó con la mirada aunque señalando las hojas en blancos ya que aún no podía articular palabra debido a la sorpresa y al olvido. - Te he dicho que escribas, escribe toda la rabia que te ahoga, llena todas las hojas con palabras que crees que no recuerdas. Te piensas que puedes olvidar tan fácilmente de escribir, profesor? El Pablo la volvió a interrogar con la mirada pero la bombilla empezó a parpadear y al cabo se fundió. La chica desapareció tal y como había venido, sin hacer ningún ruido, y todo quedó en la oscuridad.


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