Lo que hallaste en la mesa, justamente,
no fue sino el sabor de mi ternura;
un fruto sabio, un pan sin amargura,
y el agua de la vida allí presente.
Junté las manos y elevé la frente
para darte el amor, en la clausura
del corazón recóndito; en la albura
de la mesa ofrecida humanamente.
Toma de este manjar y que este vino
sea, en el dulce vaso diamantino,
la primera señal de nuestra alianza.
Yo soy la vida y tú el amor. Y el fruto
del encarnado amor, en el minuto
cuajó la eternidad de su esperanza.