Un largo, un oscuro salón rumoroso cuyos confines parecían perderse en otra edad balsámica. Recuerdo como tres antorchas áureas nuestras cabezas inclinadas sobre aquel libro viejo que rumoraba profundamente en la noche.
Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble. Y en los rincones tantas imágenes bellas, tanto camino soleado, bajo una leve capa de sombra luciente como terciopelo.
La voz de Saúl me era una barca melodiosa. Pero yo prefería el silencio, el silencio de rosas y plumas, de Vicente, el menor, que era como un ángel que hubiese escondido su par de alas en un profundo armario.
Mas, ¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo? ¿Quién la bella criatura en nuestros sueños profusos? ¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra sangre? ¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?
O acaso, acaso esa mujer era la misma música, la desnuda música avanzando desde el piano, avanzando por el largo, por el oscuro salón como en un sueño.
(A ti lejano Esteban, que bebiste mi vino, te lo quiero contar, te lo cuento en humanas, míseras palabras:
Cuando estás en la sombra. Cuando tus sueños bajan de una estrella a otra hasta tu lecho, y entre tus propios sueños eres humo de incienso, quizá entonces comprendas, quizá sientas, por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla).
Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia. Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida, en la noche tibia, destrenzada, en la noche con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano, llenaba de ángeles de música toda la vieja casa.