RIMA LXX ¡Cuántas veces, al pie de las musgosas paredes que la guardan, oí la esquila que al mediar la noche a los maitines llama! ¡Cuántas veces trazó mi silueta la luna plateada, junto a la del ciprés, que de su huerto se asoma por las tapias! Cuando en sombras la iglesia se envolvía, de su ojiva calada, ¡cuántas veces temblar sobre los vidrios vi el fulgor de la lámpara! Aunque el viento en los ángulos oscuros de la torre silbara, del coro entre las voces percibía su voz vibrante y clara. En las noches de invierno, si un medroso por la desierta plaza se atrevía a cruzar, al divisarme el paso aceleraba. Y no faltó una vieja que en el torno dijese a la mañana, que de algún sacristán muerto en pecado acaso era yo el alma. A oscuras conocía los rincones del atrio y la portada; de mis pies las ortigas que allí crecen las huellas tal vez guardan. Los búhos, que espantados me seguían con sus ojos de llamas, llegaron a mirarme con el tiempo como a un buen camarada. A mi lado sin miedo los reptiles se movían a rastras; hasta los mudos santos de granito creo que me saludaban.
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